El nexo entre «Vértigo» y «Taxi Driver»

Los lunes, día del espectador
Kim Novak en un fotograma de Vértigo (1958), de A. Hitchcock.


En un momento de la película Vértigo, Madeleine, el personaje interpretado por Kim Novak, asegura que únicamente deambula quien está solo, pues dos personas juntas siempre se dirigen a alguna parte.

La RAE define deambular como “andar, caminar sin dirección determinada“, y no es andar, precisamente, lo que más hacen John “Scottie” Ferguson y Travis Bickle, los protagonistas de Vértigo (1958) y Taxi Driver (1976). Lo suyo es callejear sin rumbo fijo, pero dentro de sus coches. El antihéroe urbano es, antes que nada, y desde los tiempos del Futurismo, un hombre a bordo de una máquina, palabra esta última con la que los italianos, inventores del movimiento futurista, llaman al coche. Todo un mundo, una poética de la máquina –y de la nocturnidad– que también pusieron de manifiesto Edgar Ulmer en Detour, David Lynch en Carretera perdida y Steven Knight en Locke.

La gran ciudad, como ya vimos en aquella Metropolis de 1927, devora y regurgita todo lo que la conforma y habita en ella. Los neones se proyectan sobre las criaturas que van y vienen en sus coches –los corceles de la modernidad, caballeros andantes del siglo XX como Scottie, un acrofóbico en horas bajas, o como Travis, un moralista enloquecido. Cultivadores contemporáneos del amor cortés, víctimas del amour fou. Dos excombatientes –uno de la II Guerra Mundial y el otro de Vietnam– que, cada uno a su manera y desde sus respectivos autos, persiguen el sueño recurrente y compulsivo de conseguir a la dama blanca. Y de blanco van las rubias Madeleine y Betsy cuando ellos las perciben como vestales inasequibles y lejanas. Los directores, Hitchcock y Scorsese, nos las muestran hieráticas a la manera de las estatuas clásicas, a menudo de perfil. Un ideal inalcanzable que no existe sino como deseo sublimado, por lo que nuestros protagonistas, siniestros pigmaliones, lo sustituirán por mujeres de carne y hueso a las que querrán transformar y redimir.

Las bandas sonoras que Bernard Herrmann compuso para cada película refuerzan y enfatizan unas imágenes ya de por sí perturbadoras; con resonancias trágicamente wagnerianas la de Vértigo, y a ritmo de jazz, en ocasiones sombrío, la de Taxi Driver. La música es el acompañamiento perfecto para las andanzas de dos hombres que recorren dos ciudades a bordo de sus coches: San Francisco y Nueva York, escenarios y protagonistas mudos a la vez. Dos hombres para los que el ropaje blanco de la Venus idealizada se teñirá de un rojo profundo, porque rojo es el color del erotismo, aunque también el de la rabia y la locura. Tanto Hitchcock como Scorsese nos lo advierten al principio. Durante los créditos iniciales de las dos películas aparecen en primer plano y en un rojo saturado el ojo de Madeleine (la espiral, la incógnita) y los de Travis (la demencia, la violencia justiciera). Se trata de una misma idea que parte de puntos de vista diferentes: el del objeto del deseo y el del sujeto de la acción.

Y como contrapartida irónica, el cameo de los dos directores-demiurgo (algo que en Hitchcock era tan habitual que se convirtió en marca de la casa): la figura oronda de don Alfredo atravesando la escena justo antes de ponerse en marcha la trama de Vértigo –el Mcguffin, diría él-, y el doble papel que Scorsese se reservó en Taxi Driver: el del tipo que observa a Betsy mientras esta camina a cámara lenta frente a Travis (movimiento subjetivo para recalcar el proceso obsesivo del personaje) y el del cliente psicópata que le cuenta al taxista sus delirios homicidas.

Como ya se ha esbozado, el cromatismo es significativo en ambas películas. En Vértigo hay azules, violetas, naranjas y amarillos. Colores vivos que dan forma a figuras geométricas que irán deconstruyéndose hasta formar un magma onírico que capta y representa la angustia y el remordimiento de Scottie. El amarillo es el color de los taxis de Nueva York, y, por supuesto, su presencia es considerable en Taxi Driver. El coche es un personaje más, y las filas de taxis amarillos aparcados en el garaje forman parte de la vida cotidiana de Travis y del latir de una ciudad que hierve y, sin embargo, hiela el alma.

Pero son el rojo y el verde los colores que predominan. Una cuestión de estética y de simbología, una polaridad cromática cuyo punto intermedio es el gris, como gris es el traje chaqueta de Madeleine, objeto fetiche para Scottie, y gris es la existencia de Travis hasta que su mente explota. Metáforas visuales que reflejan la condición humana.

Dos películas y una sinfonía en rojo y verde.

Luces de semáforo sobre el rostro de Travis –la voz en off clama por la lluvia que ha de limpiar las calles de rufianes–. Luz de neón tiñendo de esmeralda la habitación de un hotel –necrofilia frankensteiniana y ropajes verde arsénico de Judy–. Carmesí intenso de las paredes del restaurante Ernie’s contra verde satinado envolviendo a la diosa Madeleine. Rojo ramplón de la parafernalia electoral, acorde con el vestuario políticamente correcto de Betsy. Verde y rojo coexistiendo en el anuncio luminoso de Varlet Photoplay, preludio de una matanza vista en plano cenital –Iris, la niña prostituta: camiseta, shorts y zapatos rojos–. Verde de un billete arrugado en pago por ver, oír y callar –el sucio color del dinero–. El Golden Gate, mole sangrienta, escenario donde Tánatos y Eros libran su batalla macabra. El rojo obsceno del cine porno y el rojo pasión de los retablos de la iglesia de la Misión española. Verde irreal en la noche neoyorquina y verde fantasmagórico proyectando el regreso de una Madeleine de ultratumba.

Las últimas miradas que cruzan Travis y Betsy a través del retrovisor del taxi son fugaces. Los destellos rojos y verdes de las luces de la ciudad enmarcan el rostro de ella, y todo, hasta la música, se impregna de la melancolía de la despedida. La primera vez que Scottie y Madeleine se ven, él la contempla hechizado, rendido ante la diosa de perfil helénico, seda verde sobre adamascado rojo. Ella le devuelve una mirada huidiza desde el otro lado del espejo.