El llanto del antílope

Cruzando los límites

 

Shilo bajó del bosque por primera vez. Más allá de las tierras de sus antepasados, se encontraba la llanura que se extendía hasta el Nilo, un espacio abierto, inconmensurable, poblado de animales que se desplazaban al unísono en grandes manadas, produciendo un sonido como de trueno, un murmullo sostenido que podría calificarse como de lamento de la tierra, pero también como de alegría, porque toda aquella vida procedía de su interior.

El niño-hombre se había criado en las montañas meridionales de Sudán del Sur, en una de aquellas etnias escondidas en los numerosos valles que descendían hasta la gran planicie, cuyo único contacto con la modernidad eran los predicadores evangelistas, que aparecían de vez en cuando para convertir a sus numerosos dioses en la manifestación de un solo creador, y los escasos turistas que venían a ver su negra desnudez, cuando se abrían la piel para dibujarse escarificaciones en el torso o en los brazos y cómo se bebían la sangre de las vacas.

Aquel intrépido y pequeño nuevo guerrero estaba meditando sobre todo lo que dejaba atrás. En la tribu se había celebrado una ceremonia de iniciación, le habían ungido con la leche y la sangre de una vaca, a él y a cuatro de sus compañeros en edad de convertirse en adultos. Bebía leche y sangre desde que tenía uso de razón, pero nunca le habían hecho beber de la suya como esta vez, amarga, salada… Y soñó con la madurez. Le habían dicho que el adulto nace con el deseo, y él deseaba probar la sangre de las muchachas de su edad, que se reían mientras él aguantaba las lágrimas. Imaginaba que sería dulce, pero tendría que esperar al matrimonio para abrir la fina piel de su esposa, probar las gotas de su flamante esencia y beber el agua que brotara de sus grandes ojos de gacela.

Shilo cuidaba las vacas de la aldea, junto con los demás. Su vida era sencilla. Hasta los cuatro años bebió la leche de su madre. Luego le dieron la de la cabra; un día, la de la vaca, y el día de su iniciación, su propia sangre. Desde que había sido capaz de andar, había conducido a las vacas y las cabras hasta las alturas, donde el bosque se aclara y los animales pueden saciar su hambre en las praderas sembradas de grandes rocas que los dioses usan como atalayas. Ese día, el niño miró hacia atrás y vio las rocas en la lejanía. Los dioses lo estaban observando en su primer día de caza y no podía fallar. Necesitaba aquella primera cicatriz para iniciarse como hombre con una mujer mayor que le enseñase lo que después tendría que hacer con la compañera elegida por sus padres. Miró de nuevo hacia la llanura y alzó la mano como si tuviera delante el hermoso rostro de su amante, negro, cálido, brillante… Imaginó el pulgar sobre sus labios gruesos: una fruta viva, ardiente, dispuesta a dejarse devorar.

Pero mientras soñaba, un tropel de antílopes se deslizó entre sus dedos abiertos, convirtiendo el rostro imaginario de su amada en movimiento. Se puso tenso, apretó las lanzas de madera que llevaba en la mano izquierda y se ocultó en el herbazal. Eran un centenar de gacelas que se desplazaban a gran velocidad. Detrás de ellas, un grupo de leones doblaba las altas hierbas dejando entrever veloces manchas pardas. Le habían dicho que no atacaban a los seres humanos, pero sintió el pánico de las gacelas y al instante se descubrió contagiado por el mismo miedo, a sabiendas de que también lo sentirían los depredadores. Se arrodilló para no ser visto y no tardó en imaginar que uno de ellos surgía de la maleza y le arrebataba la existencia.

Entonces, sintió el trote de alguna bestia que se acercaba, y al mismo tiempo escuchó los gritos de una víctima en la distancia. Apretó los ojos, aterrorizado. Al cabo, percibió cómo la hierba se separaba a su lado y se encogió sobre sí mismo para no ver ni saber nada. Pero un segundo después ya estaba visualizando las zarpas abriéndose paso a través de su carne, las poderosas uñas sujetando su cuerpo pequeño y débil y la inmensa cabeza del animal destrozando la suya como si fuera el huevo de una codorniz. Una vez le contaron que habían visto babuinos devorando gacelas vivas. Empezaban por las patas traseras y se iban abriendo camino por su cuerpo con las garras y sus poderosos colmillos mientras el pequeño animal se debatía y lloraba. ¿Y si el león lo sujetaba por las piernas y se comía los brazos primero, luego le abría el vientre y empezaba a devorar sus tripas mientras aún vivía?

El animal que había apartado las hierbas se había quedado en silencio. Estaba tan cerca que Shilo podía oír su poderosa respiración. Por fin abrió los ojos, vio las anchas patas, la piel aterciopelada del vientre y luego el morro de aquel que había venido junto a él. Estaba a su lado, pero miraba en dirección al lugar donde los leones habían atrapado a aquella cría que lloraba. Se atrevió a levantarse y miró en la misma dirección. Las leonas se habían agrupado en torno a su presa en un lugar donde la hierba era más corta, bajo una gran acacia. Desde su relativa altura podían ver toda la extensión de la llanura. Más allá, la hierba raleaba. Vio a las hienas y a los chacales, a los perros salvajes e inmediatamente a los buitres en el cielo. Todos esperaban. El rebaño de antílopes se había detenido a cierta distancia.

Se dio cuenta de que todavía tenía las lanzas, y de que aquel animal que tenía a su lado, respirando intensamente, robándole el aire con el aroma ocre de su hedor, representaba la posibilidad de convertirse en un hombre y poder acceder, por primera vez, a una mujer. La bestia permanecía inmóvil, altiva, oteando el horizonte a través de las altas hierbas. Shilo buscó sus ojos. Eran pequeños, volcánicos, y estaban más escondidos de lo que esperaba, rodeados de cicatrices. De pronto ronroneó y Shilo lo tomó como una señal, se pasó una de las lanzas a la mano derecha e intentó clavársela, pero en ese momento el mundo se convirtió en un espejo de sus propios deseos. En su imaginación se la clavaba al animal en el costado. La bestia, en lugar de ponerse en movimiento, como si la tierra entera se hubiera abierto las venas con un rugido atroz, caía al suelo sin emitir un solo gemido y lo miraba, y entonces Shilo veía sus ojos grandes como lunas, llenos de lágrimas. El antílope que Shilo creía ver en el espejo tenía que entender que matarlo era su obligación, que tenía que volver al poblado con su carne, la prueba de su hazaña. Pero lo que Shilo no esperaba era que fuera el antílope herido quien quisiera probar su sangre de niño. Con un gesto tan rápido y violento que le pareció la caída de un rayo, la bestia le abrió el vientre con tanta facilidad que él mismo se sorprendió. Luego, se acercó y abrazó sus profundidades con los dientes. Shilo reconoció el aroma del mijo y la leche rancia que había desayunado aquella mañana.

Cuando el león levantó la cabeza y lo soltó un instante, Shilo creyó que, en el volcán vidrioso de aquellos ojos, el antílope lloraba. El niño yacía de espaldas en la tierra de color rubí, sobre las hierbas esmeraldas, y abrazaba la enorme cabeza del león que lamía sus intestinos derramados. Sintió una paz estremecedora mientras sujetaba la inmensa melena, y aspiraba el aroma fuerte y poderoso, brutal como una noche de huracán. Tiró hacia arriba de los ásperos pelos del color de la tierra seca que no se podían dominar. Si aquella era su primera mujer, quería besarla. Se resistió un poco, pero finalmente el león alzó la cabeza y el niño sintió en la cara el roce de sus erosionados labios, luego vio los inmensos colmillos, notó el olor a muerte de su aliento y apenas tuvo tiempo de contemplar tras el brocal los carnosos sarmientos que cubrían las paredes de su infausto destino.

El león se cansó de aquel juego y cerró la boca con amor y delectación. El antílope dejó de llorar.