La niña recorría el pasillo del vagón mirando al suelo, buscando con insistencia en los bolsillos del pantalón, de la chaqueta. Viajaba en un tren repleto de escolares que regresaban a sus casas. Apretujados en dos asientos, cuatro de sus compañeros de clase la interpelaban a seguir mirando por lugares diversos.
—Ahí —señalaban riendo—. ¡Debajo del asiento, inútil! —gritaban burlones.
La niña obedecía yendo de un lado para otro, sosteniendo una sonrisa inmóvil, entre las carcajadas de los compañeros.
—¡Aquí! —gritó el que había organizado “el juego” mostrando un puño cerrado sobre las cabezas de los otros.
—Dame mis llaves.
Antes de que la niña alcanzara a sujetarle el brazo, él hizo el gesto de pasarle algo al muchacho que se sentaba enfrente. La chiquilla, entonces, sacudió las manos “del nuevo jugador” que, en medio del regocijo general, le mostró la palma vacía.
—¡Quiero mis llaves! —gritó la niña, a punto de estallar en llanto, zarandeando al que llevaba la iniciativa de “todo aquello”.
—Las tendrás, las tendrás —respondió él, zafándose—, pero cuando yo quiera —prosiguió con una carcajada, alzando el pecho, irguiendo su cuerpo infantil, inmaduro.
Los adultos que se sentaban en los asientos cercanos sonrieron, cabecearon divertidos contemplando el gesto del muchacho.
De golpe, el tren se detuvo en una estación y los chicos se bajaron en tropel. La niñita corrió hacia la puerta envuelta en desamparo y soledad.
El que había dirigido “el juego” le lanzó las llaves desde el andén al suelo del vagón.
—¿Ves? ¡Te lo dije! ¡Cuando yo quiera! —exclamó, contemplándola con unos ojos aún ingenuos en los que despuntaba un brillo inquietante.