El infierno de los inocentes

Cruzando los límites


La única ventana del burdel da a un estrecho callejón usado como vertedero, donde una vaca ramonea entre los restos. Solo me asomo para vomitar. Hacerlo dentro de la casa hubiera representado otra paliza, y ya tengo el cuerpo lleno de cardenales y quemaduras que deleitan a ciertos clientes, que quieren ver mi contoneo de niña bangladesí maltratada y la expresión entre ida e inexpresiva de un rostro oscuro como el tizón del que asoman unos dientes muy blancos de roedor.

Hay un ventanuco enfrente, algo más arriba, desde donde me saluda uno de los talladores de diamantes del edificio contiguo. Me hubiera gustado contarle mi vida, de cómo me enamoré en uno de los barrios más pobres de Dacca de aquel muchacho guapo como los ángeles, como solo puede haberlos en la India. Para una chica de trece años de los suburbios de Bangladés cuesta mucho aprender que el amor es una sucia artimaña de la naturaleza para aprovecharse de las mujeres. El chico guapo dice te amo y en cinco minutos tienes su polla en la boca, deseas que sienta tanto placer como puedas proporcionarle, y tardas un tiempo en darte cuenta del engaño. 

Cruzamos la frontera navegando a escondidas entre manglares, esos árboles que parecen crecer sobre serpientes acuáticas. Me prometió amor y que íbamos a casarnos hasta que tuvo la certeza de que ya estábamos en la India, un lugar extraño para un musulmán, lleno de dioses maléficos y violentos, como esa diosa oscura llena de brazos que anima a la estrangulación. 

Me dejó en una casa sin ventanas cerca de Haldia, desde la que no vería nunca más las mañanas. Hubo un intercambio de dinero. ¿Cuánto podía valer una niña negruzca y delgada de trece años para la diosa Kali? Unas veinte mil rupias, unos doscientos euros para un europeo. El comprador, que se hacía llamar Rávana, como el rey de los demonios, ni siquiera necesitó decirme que me amaba para que yo también creyera que lo amaba, y me violó en cuanto se quedó a solas conmigo. Luego, me hizo beber un alcohol infame que me quemó las entrañas. Me dijo que, si no hacía todo lo que me pedía, me haría reventar por dentro con una tubería. Me instaló en una habitación con almohadas de colores brillantes y me dijo que tenía la piel demasiado oscura, que nadie pagaría más de doscientas rupias, y que tenía que ganar unas cuatro mil cada día para cubrir el alquiler del cuarto, la comida y el alcohol que haría que no me importara nada.

Pasaron dos años que no quiero recordar, hasta que, tras un desalojo nocturno que acabó con la detención de Rávana, uno de los policías me vendió a un primo suyo que se hacía llamar Ráksa, que es el nombre genérico de los demonios. Entonces me trajeron a Delhi, a un burdel más grande, donde se podía bailar. Tenía quince años, uno menos que ahora, me pusieron a dieta, me curaron las heridas y me asignaron a clientes de más rango, pero no pude dejar de beber, a todos les gustaba ese aire de animal desvalido que se abraza con fuerza, como las crías de mono que aun se amamantan, cuando lo que busco es evadir el dolor y no ver sus rostros, mientras ellos creen en una fogosidad inexistente que me quema el alma veinte veces al día.

Me asignaron una pequeña paga que puedo gastar en vestidos, cuando la vieja Markala viene a vernos con su tenderete a cuestas, o en el pequeño restaurante de enfrente, donde vamos a cenar acompañadas por uno de los jefes. Pero la mayor parte me lo gasto en ese licor casero que fabrica un vecino que me visita cada semana. Me provoca unas intoxicaciones que me hacen rabiar, pero es la única forma que conozco de ignorar las pieles arrugadas y el rancio olor de anciano que no se lava. Solo tengo que aguantar el vómito hasta quedarme sola y asomarme a la ventana. A la vaca gibosa, blanca como la luna, no le importa, pero Shali, el chico que talla diamantes, dice que una chica tan guapa no debería estar en este antro. Hace unos días vino a verme. Le cobraron doscientas cincuenta rupias, como a los demás. Una vez solos, me dijo en voz muy baja que tengo la mirada de Kamakshi, que es uno de los nombres de Kali y hace referencia a sus ojos lujuriosos. Me ha dicho que me vaya con él, que me llevará a Kolkata, donde las chicas pueden trabajar por libre en el barrio rojo; además, tiene un tío allí que me protegería. Para demostrar su buena fe, me regaló una botella de raki turco que le había dado un cliente y me la bebí entera, porque no podía pensar, ni sabía en qué pensar. 

Por la mañana, tenía un dolor muy fuerte en el abdomen y tuvieron que traerme a este hospital. Me han dicho que no saldré de aquí, que mi pobre hígado ha dejado de funcionar y que moriré en pocos días. En esta habitación, que es muy grande, sí que hay ventanas, pero son muy altas, y estamos juntas una decena de muchachas enfermas que no podemos dejar de mirar una imagen de Kali que hay encima de la entrada. Sé que la diosa de la muerte me espera detrás de la puerta. Hace ya mucho tiempo que olvidé mis creencias islámicas. No hay paraíso para las mujeres en el islam, y tampoco voy a ir a ese grupo de mundos celestiales que espera a los buenos hindúes en la cima del monte Meru. Solo espero que en el Patala hindú no me atormenten demasiado, aunque no tengo miedo, no imagino qué más me puede pasar; en mis mejores momentos, siempre estoy cayendo en un pozo ciego. 

He pedido una barrita de incienso junto a la cama, pero me han dicho que podría molestar a las otras chicas. En el burdel era omnipresente, como la continua limpieza de las esteras y almohadones. En este hospital, sé que la última imagen que me voy a llevar es la de un cielo gris por el que corren las cucarachas. Una se ha subido al ventilador y con la rotación se ha caído en mi cama. Como ya no puedo moverme, puede que sea mi último contacto con este mundo. Sus patas delicadas bailando al compás sobre mi cara, uno, dos, tres, cuatro, cinco y seis… creo que me voy contigo, cucarachita. Vosotros, ráksas, hacedme un hueco en una de vuestras calderas hirvientes, y, por favor, señor Yama, espíritu guardián del inframundo, háblale bien de mí a tus demonios, que no hace falta cocerme demasiado, que yo ya soy muy blandita y necesito muy poco hervor para contentarlos a todos.