Últimamente padezco un ligero insomnio que intento mitigar viendo viejas películas. La otra noche me sumergí en el oscuro mundo de Double Indemnity (Perdición), dirigida en 1944 por Billy Wilder. Mi estado de duermevela fue propicio para captar ciertos detalles que en otras ocasiones me habían pasado casi desapercibidos. Solemos fijarnos en lo más evidente: en Barbara Stanwyck, en Fred MacMurray y en el clima de iniquidad que los envuelve. Pero ¿alguien recuerda al hombrecito que alertaba a su álter ego, Barton Keyes (Edward G. Robinson), de los peligros que se cernían sobre su compañía de seguros? Pues por si no lo recuerdan, intentaré refrescarles la memoria, porque no solo de vamps viven los recuerdos.
Dumas padre escribió en Los mohicanos de París: Cherchez la femme, pardieu! cherchez la femme! Pero yo les recomiendo que no hagan demasiado caso de las palabras de este romántico caballero francés. Algo de caso sí, pero tampoco mucho, créanme: las más de las veces no hay para tanto. Ustedes ya saben que en el género noir es ley que, al final, las femmes fatales, o mueren, o se redimen para terminar en una cocina de Wisconsin, entre cortinas de cretona, haciendo pasteles de manzana.
Claro que el cine negro siempre ha tirado del prototipo de la mujer-detonante: una fémina de voz ronca y mirada aviesa que fumaba, bebía y hasta lucía pulsera en el tobillo, como la pérfida de Double Indemnity. Por supuesto, pueden ustedes desembrollar el ovillo que conduce hasta ella, hasta Phyllis Dietrichson, la provocativa de la pulsera tobillera, y dedicarse a chercher la femme fatale. Es un entretenimiento como otro cualquiera, y no seré yo quien se lo reproche. Ciertamente, Miss Stanwyck lo merece, ya que pocas han encarnado mejor que doña Bárbara el mito de la mantis religiosa, esa perdición de los hombres, esa que miente cuando besa. A fin de cuentas, Phyllis tiene algo de musa de Lope de Vega y mucho de heroína de Quintero, León y Quiroga. Sin embargo, queda dicho, y el que avisa no es traidor: les advierto que su empeño será tan inútil como iniciar la búsqueda del Santo Grial. La Dietrichson es la causa-efecto en sí misma, el pez que se muerde la cola y acaba ahogándose, cansado de trazar círculos viciosos sin dejar apenas rastro de su recorrido.
Puestos a buscar algo en la película –y llámenme demente si quieren-, prefiero decantarme por el hombrecito que le hablaba a Barton Keyes, el atribulado jefe de la Pacific All-Risk Insurance Company. Él, nuestro hombrecito, es el verdadero prodigio, la auténtica sal de la película. Pese a su humillante no-nombre (little man, a secas), aun sin existencia propia y obligado a permanecer oculto en el interior de otro inmenso little man (¡ah, mi adorado Edward G. Robinson!), nadie más tiene su poder de oráculo con vocación de matrioska rusa.
Pero no voy a aburrirles con teorías freudianas sobre el ego y el superego. El único propósito es dejarles constancia de mi admiración por el hombrecito y su perspicacia de ilusionista capaz de extraer de su chistera, no un vulgar conejo, como haría un mago cualquiera, sino un sexto sentido. ¿Qué sería de Barton Keyes sin ese vozarrón interior que le avisa cuando alguien le quiere tangar? El hombrecito siempre está dispuesto, es un azogue y nunca descansa. Da igual que el mangante sea un camionero griego con el rostro de Fortunio Bonanova que el bueno de Walter Neff (Fred MacMurray), el mejor empleado de la compañía, seducido por la perversa Phyllis desde el momento en que ve asomar su tobillo por la escalera de la mansión familiar de los Dietrichson, sita en la urbanización Los Feliz. No me digan que no les gustaría llevar un hombrecito incorporado, con su código moral a cuestas, como quien lleva encima el código de la circulación: ese mismo que le faltó a Walter Neff cuando, poco antes de grabar su confesión, desangrándose micrófono en mano, se saltó aquel semáforo que le impidió ser el empleado del mes.