«Qué guapa está Elenita», dijo su padre al ver aparecer a la niña en el campo junto a su equipo. Rosario iba a contestar que no era importante estar guapa para marcar goles, que sería la fuerza, la ilusión y el empuje lo que la llevaría a volar, a deshacerse de sus contrincantes, a ganar, pero temió que su hijo la mirase con los ojos achicados con los que acompañaba siempre su mal humor.
El terreno de juego estaba despejado, expedito para que la niña compitiera. ¡Cuántos años, siglos, se habían necesitado para eliminar los obstáculos! ¡Cuántas mujeres habían combatido para que Elenita llegara a ese instante!: las sufragistas, las obreras que lucharon por mejores salarios, todas las que se habían manifestado por las calles exigiendo igualdad de derechos.
Mirando a su nieta con ojos vidriosos, se preguntaba si la pequeña entendería el esfuerzo que había costado ese simple gesto de libertad con el que ella golpeaba el balón, el hecho de que sus compañeros de colegio fueran a buscarla a casa para que formara parte de su equipo porque era muy buena.
Rosario se acarició la pierna. Después de sesenta años aún seguía doliéndole la patada en la espinilla que le propinó Marco cuando apenas tenían ocho años y ella quiso formar parte de su equipo en un partido de fútbol.
Su nieta recibía un pase, corría, avanzaba hacia su objetivo hasta que la sujetaban por la camiseta y la frenaban.
Pitaron falta.
Elenita se dispuso a lanzarla.
Una barrera de chicos se colocó interceptando el paso del balón a la portería.
A Rosario le subió el temblor de una terrible congoja.
Marco, su vecino y amigo desde la guardería, a quien ella le prestaba sus cuentos y su bicicleta, con aquella patada trazó una línea roja bien gruesa para marcar su territorio de masculinidad. «Vete —le dijo—, no queremos niñas en el equipo».
Ella no volvió a prestarle los cuentos ni la bicicleta. Esa fue su venganza. Marco consiguió que se la prestase otro chico. A ella nunca le permitieron jugar al futbol.
Rosario no podía contener las lágrimas.
¿Era su deseo de niña de jugar al fútbol tan intenso que continuaba llorando sin consuelo después de tanto tiempo?
No. Lo pensaba ahora, mientras que su hijo interpretando que aquellas lágrimas eran de emoción, trataba de consolarla dándole golpecitos en la espalda. Después de sesenta años ella lloraba por aquella chiquilla a la que su mundo de niña y de mujer se le achicó de golpe.
Un griterío enorme la sacó de sus pensamientos.
El balón que había lanzado Elenita había sobrevolado la barrera y había entrado en la portería.
Rosario, enjugándose las lágrimas, de un salto se puso en pie y pudo ver cómo los chicos de su equipo la abrazaban.
Había sido un golazo y, aunque Elenita iba a necesitar muchos más, era una niña afortunada. El impulso abrumador de la lucha por los derechos de las mujeres le daría fuerzas en todas las ligas, en todas las competiciones, en todos los campeonatos que, como mujer, tuviese que batallar a lo largo de su vida.