El experimento

No eres uno de los nuestros


Al principio solo vio oscuridad. Luego, en mitad de la negrura apareció una raya blanca de luz que poco a poco se fue abriendo hasta diluir todas las sombras. El experimento salió perfecto, se dijo, invadido por una extraña felicidad. Sin embargo, como un ave oscura y tenebrosa, una pena, un dolor punzante merodeaba a su alrededor. No compartiría aquel instante con los miembros del equipo con los que había propuesto el proyecto y para cuyo experimento se había presentado voluntario. En lugar de ellos, lo observaba un grupo de jóvenes que tecleaba en algo parecido a una máquina de escribir cada vez que él hacía algún gesto.

Varios días lo tuvieron tendido en una camilla lleno de cables, luego lo introdujeron en diversas máquinas, hasta que determinaron que su cuerpo, su mente y sus emociones estaban preparadas para la segunda fase del ensayo y le entregaron la hoja de ruta. 

En la puerta que conducía al exterior, como un colegial asustado en su primer día de clase, temblaba, apretando el cuaderno en el que estaban anotadas las pautas que debía seguir. 

El aire fresco, los árboles de la alameda y el cielo azul limpio de nubes no impidieron que la certeza de tantas ausencias abriese un cráter insondable de soledad en su corazón. Aunque sabía que aquello iba a ocurrir y creía que estaba preparado. 

Se acurrucó en un rincón de su alma donde quedaba a salvo de todos los pensamientos que lo atormentaban, donde se sentía fuera de la cárcel de sus inseguridades y sus prejuicios. Al fin logró evitar que un nido de miedos incontrolados se formara en su interior y le impidiera realizar el trabajo.

Atónito, se detenía en todos los escaparates, en las vidrieras de los bancos, en los ventanales de las oficinas. De golpe se daba cuenta de que su ensimismamiento había durado demasiado, y corría hacia otro de los lugares anotados en la lista inmensa de su libreta. 

Después de caminar por varias avenidas, las instrucciones lo enviaron al metro. Sobrecogido ante el espectáculo de tantas cabezas inclinadas sobre pequeñas pantallas como si adorasen a alguna deidad, cerró los ojos temiendo que descubrieran su estupefacción y le gritaran: “NO ERES UNO DE LOS NUESTROS”. En cuanto pudo huyó de aquel murmullo silencioso del que se desprendía una sinfonía desafinada de infelicidad, de sonrisas postizas y desamor.

Cumpliendo escrupulosamente el programa señalado, anduvo por las calles, entró en bares, leyó la prensa. Tal como le habían indicado, contempló en una pantalla, durante horas infinitas, todo lo que ocurría en el mundo.

Deambuló la noche y la madrugada por barrios y plazas, y al amanecer regresó al recinto en el que había tenido lugar el experimento.

—¿Ya? —le preguntó la jefa del proyecto sorprendida.

—Un fracaso —respondió con amargura.

—¿Has tenido suficiente con veinticuatro horas para llegar a esa conclusión?

Él movió la cabeza afirmando con fuerza.

—¿Por qué? El mundo es mucho mejor ahora que hace ochenta años.

—No —contestó con rotundidad.

 —¿Qué me dices de los grandes avances de la técnica, del progreso de la ciencia? Ahí era dónde tenías que concentrarte —apostilló otro científico— ¡Han sido más de ochenta años!

—¿Avances? ¿Progreso? El mundo está lleno de las mismas guerras, la misma pobreza, los mismos odios —respondió desolado. 

—¿Eso es todo lo que tienes que decirnos? —le interpeló con enfado y desánimo su interlocutor.

—No —respondió con contundencia—. Por favor, vuélvanme a congelar.