Puede que Icaria fuese el destino de los viajeros, o que Icaria fuese el nombre del barco que tomaron para irse a su paraíso. Lo de Icaria rehabilitó mi interés por la historia, ya que hasta entonces me habían interesado los grandes nombres: reyes, generales, grandísimos artistas. Los icarianos me llevaron hacia lo invisible y lo fracasado. Desde lo de Icaria ando tras la crónica del desastre y de lo calamitoso, y me entretengo y me solazo con el detalle triste, con lo lamentable. Me enamoré del fracaso, o quizás amo el amor por el fracaso, que no es lo mismo.
Lo de los icarianos y su lectura de Étienne Cabet (Voyage en Icarie) es un encadenamiento de malas decisiones, de errores de cálculo, de mentiras. Y de ilusiones, en el mayor sentido de la palabra ilusión. ¿El iluso crea ilusiones o las ilusiones crean al iluso? Me preguntaba yo, del mismo modo que un antropólogo se preguntó: ¿La oveja domesticó al hombre o el hombre a la oveja?
Sobre Icaria y los icarianos ahora se encuentran artículos y cosas por internet, pero unos años atrás era muy difícil. Así que, cuando me enteré de que existía un libro —Icaria, Icaria— de un tal Xavier Benguerel (Premio Planeta, 1974) salí en su búsqueda como un Perceval más mequetrefe que el original. Di con él en la tienda andrajosa de un librero de viejo. El hombre, viéndome tan entusiasmado con el hallazgo, me pidió un precio desorbitado y eso me entristeció. Tras la tristeza vino la furia: unos días más tarde regresé a la librería, entré como un vendaval, agarré el libro y salí corriendo. Me di la vuelta por un segundo, para tener el goce de ver al viejo librero avaricioso, cojo y reumático, intentado dar dos zancadas estériles.
Llegué a casa eufórico, me tumbé en la cama y empecé a leer mi primer libro robado. Mi estado de ánimo se hundió en pocos minutos: la novela me pareció horrorosa. Pero no devolví el libro. Lo dejé en el alféizar de la ventana del vecino del entresuelo, al alcance del primer curioso.
A partir de entonces, cada vez que veo un libro verdaderamente especial, me las compongo para robarlo. A mi edad ya no puedo confiar en la audacia de mis piernas: uso métodos más sutiles y sofisticados, que no voy a revelar. Mi historial delictivo es tan discreto que me ensombrece el ánimo: tras mi amor por el fracaso vino mi fracaso como pequeño delincuente romántico, soy un triste mangante sin brillo, un gris transeúnte del delito.
Un día, paseándome por Barcelona, di con un barrio oneroso conocido por La Nueva Icaria, en donde existe la Avenida Icaria en homenaje a los desgraciados lectores de Cabet que se fueron a la Icaria prometida creyendo que iban a fundar una colonia anarquista y terminaron muertos de asco, de hambre y a merced de los indios, los mosquitos y los cocodrilos que habitan los pantanos del Mississippi. Casi todos eran catalanes, exceptuando a un par de franceses. Por lo visto a los catalanes es fácil engañarlos con promesas de repúblicas fabulosas, ilusorias. La antigua república de los cabetianos es, a día de hoy, un barrio de casitas cerca del mar, acosado por el salitre. El salitre es malo, pero menos que los cocodrilos que se comieron a los ilusos de la Icaria primigenia: algo habremos aprendido.
Regreso hacia mi casa desde la Avenida Icaria, no sin antes robar un librito en un estanco que vende chicles, revistas, condones y botellas de vino, además de tabaco. Hubiera sido mejor robar un mechero, ya que el mío se muere mientras ando hacia la parada del metro y eso me fastidia muchísimo. A mi edad ya no está nada bien que le pida fuego a esa jovencita que fuma apoyada en un Simca 1200 color café con leche mientras espera al novio. Un novio que debe ser un holgazán y un idiota, sin duda. Y que no ha leído a Étienne Cabet.