No tengo horarios. Nada cambia. Solo mi imagen ante el espejo. El pelo crece y ya me tapa las orejas, la barba me da un aspecto de vagabundo perdido dentro de mi propia casa. Mi estómago protesta porque tiene hambre. Yo no. Le hago comida, todo a la plancha, ensalada, botes de legumbres preparadas. Me obligo a comer sin ganas, lo engullo todo empujado por una fuerza interior que lo agradece, mi sangre acude a la digestión y un calor agradable se extiende por mi cuerpo.
Pongo música, Radio 3, mínimos arreglos higiénicos en el baño. Lavadoras esperando con la boca abierta, suelos y ventanas aguantan y piden limpieza con mudos gritos que me producen acúfenos que me divierten. La nevera está bien, no se queja, tengo de todo, el súper es el único sitio en el que veo a otra gente. Todos mirando con miedo como si te tomaran la temperatura y controlando tu carro para ver si tu compra está justificada. Nos han convertido en policías sin carnet ni pistola, menos mal.
Subo a casa y prefiero la soledad, una soledad virtual, lanzó mensajes por wasap como botellas con una carta al mar. Ordenador, móvil, televisión, estoy perdiendo vista y la conjuntivitis creo que ya es crónica. Me digo todos los días: rutinas, gimnasia, limpieza, escribir esa novela que nunca terminaré, al menos un cuento como este, algo que me confirme que sigo siendo yo.
El cielo de abril está gris y la lluvia limpia la ciudad desierta. La lluvia tiene un vago secreto de ternura, que dijo Lorca. Salgo a la terraza y huele a ozono, la tierna lluvia al menos ha limpiado los excrementos de las palomas en celo que rondan mis macetas. Voy a tomar una cerveza por la muerte del virus y a preguntarle a mi hija si la ciudad sigue en pie, tiene salvoconducto como documentalista de la televisión valenciana, A’ Punt, ni la conocéis, claro, pero existe. Luego esperaré a que me conteste alguna mujer que me alegre el día. Nada como las mujeres en tiempos de cólera.
Voy a hipnotizarme con las noticias en bucle y esta tarde prometo seguir con la novela. O mañana. El aislamiento ha logrado parar el tiempo y las ilusiones. El infantil optimismo de las redes a veces me hace reír. Qué el verano nos coja de la mano y nos devuelva nuestra vida, que en realidad, tampoco era gran cosa.