La calle estaba solitaria y a lo lejos la sirena de una ambulancia rompía a ráfagas el silencio del amanecer. Desde hacía días todo el mundo se protegía tras las paredes de las casas, transformadas en trincheras. El caritativo caminaba por la ciudad sin tropezarse con nadie. No sabía si lo impulsaba la curiosidad o la compasión. Al entrar en el bulevar divisó la puerta de la oficina del banco, clausurada hacía meses. El mendigo seguía allí parapetado tras sus plásticos y cartones. El caritativo, apretando en la mano la moneda que depositaba en el vaso de plástico cada mañana, alargó el cuerpo. Era imposible que acertara lanzándola desde los dos metros que exigía la distancia de seguridad.