El café de siempre

Tinta fina

Se preparó como cada tarde para salir. Lo hacía desde hacía tiempo, no sabía cuánto ni se había detenido nunca a pensarlo, aunque las vecinas decían que lo hacía desde que murió su madre.

Cada tarde, alrededor de las cuatro, abría el armario ropero y comenzaba con el ritual de escoger un vestido, un traje de chaqueta o un conjunto de falda y blusa a juego. Después iba al armario zapatero en el que tenía alineados y perfectamente lustrados cerca de cincuenta pares de zapatos de todo tipo para cualquier estación u ocasión. Predominaban los de medio tacón en todas las gamas del marrón y del negro, alguno había de color blanco y también unos de color dorado que se puso una sola vez y que posiblemente no se pondría nunca más pero no los quería tirar ni regalar. Los zapatos eran su pasión y nunca se había podido desprender de algún par por viejo e inservible que fuera sin soltar una lágrima a escondidas porque nadie hubiera entendido eso de llorar por unos zapatos.

El capítulo más complicado era el de escoger las joyas. El resto de los complementos, cinturón, bolso, guantes, calcetines o medias, los elegía con facilidad pues dependían del tono de los zapatos y, a lo largo de los años, cada vez que se compraba un par nuevo se compraba también todo lo que combinaba con él. Pero las joyas siempre eran un problema. No es que tuviera muchas, pero contemplarlas siempre le producía desasosiego. Las piedras engarzadas en delicadas filigranas de oro o de plata, los anillos lisos como deseos, las cuentas de colores diversos enfiladas formando collares de una, dos, o tres vueltas, y las blancas perlas del collar de la abuela la retrotraían a una infancia de la que había huido como de la peste desde que conoció su significado: horas de silencio, soledad poblada de amigos imaginarios, patio de colegio lleno de niños que daban patadas, de niñas que pensaban en casarse y de monjas que pellizcaban a las primeras de cambio.

Escogió para esa tarde un vestido floreado de amplia falda hasta los tobillos, ceñido por un corpiño bordado en nido de abeja y mangas cortas afaroladas. No era un vestido moderno, pero tampoco se podía decir que fuera antiguo. Era más bien atemporal. Completó su atuendo con unos zapatos blancos, como el cinturón, los guantes de algodón calado, como los calcetines, y un bolsito minúsculo, porque para salir por la tarde generalmente no llevaba más que las llaves de casa y un monedero también de color blanco, así como un sombrero de ala pequeña.

La elección del color blanco no era gratuita; venía obligada por el fondo blanco del floreado vestido. Titubeó ante el cajón abierto, donde se alineaban las joyas en perfecto orden, y escogió finalmente un collar de perlas de dos vueltas con un broche de aguamarina y una pulsera a juego. También, un anillo de oro con un granate y un broche en forma de saltamontes que situó justo en el cáliz de una de las flores del vestido encima del pecho izquierdo.

Con el paso de los años no se había percatado de que las costumbres vestimentarias, las modas femeninas, habían evolucionado considerablemente y en esos momentos ya ninguna mujer usaba guantes o sombrero, excepto en algunas ceremonias como las bodas de los sobrinos, y en ese caso los alquilaban en alguna tienda especializada en trajes para distintos actos sociales. Tampoco ninguna mujer usaba calcetines de algodón calados, esos en todo caso los usaban las niñas pequeñas de familias acomodadas. De ninguno de esos detalles se daba cuenta y ella seguía imperturbable con su rutina que únicamente interrumpía algunos años durante el mes de agosto en el que viajaba a su casa de la costa donde reemprendía la rutina de las tardes sentándose en una terraza del paseo marítimo y tomando un helado en lugar de un té.

Se vistió lentamente ante el espejo que ocupaba una de las puertas del armario ropero y sintió que había acertado en la elección de todas y cada una de las piezas que formaban su atuendo. Retrocedió hasta el centro de la habitación para mirarse desde allí y comprobar que la visión que le devolvió el espejo era satisfactoria. Giró sobre sí misma dejando un pie inmóvil y avanzando el otro poco a poco trazando un pequeño círculo cuyo centro era el primer pie. Mientras hacía esa operación no apartaba la vista del espejo. Prevaleció la primera impresión por lo que se dispuso a salir.

Aquella tarde la calle estaba vacía. El calor había alejado de las aceras soleadas a los viandantes, pero a ella no le importó sumergirse en el vaho caliginoso de la calle y avanzó con paso decidido hacia el café.

El café era un local amplio formado por varias salas que le daban un aspecto de casa particular: cómodos divanes se alineaban en las paredes frente a los que se distribuían veladores rectangulares con patas curvas que terminaban en forma de garras de tigre o de león en la parte que reposaba sobre el suelo, y al otro lado de cada velador dos sillas tapizadas de la misma tela de los divanes con el respaldo recto y el aspecto de ser incómodas. En las paredes, grandes espejos enmarcados con madera de color caoba y en el techo de cada sala una lámpara también de madera, con bombillas en forma de pera.

Los camareros, con largos delantales blancos y corbatas de pajarita negras, se deslizaban de una sala a otra llevando bandejas plateadas que depositaban ante los escasos clientes que a esa hora ocupaban algunos divanes. Tardó un poco más de lo habitual en llegar al café y cuando lo hizo abrió la puerta de vidrio y escogió un velador discreto, medio oculto en un rincón de la sala más alejada de la puerta de entrada, y se sentó en una de las dos sillas cuidando de que la falda no se le arrugara. Pidió un té aromatizado al melocotón y un periódico del día. 

—Los anteojos —dijo con voz neutra al camarero que acababa de depositar una bandeja brillante con un juego de té, un vaso de agua, un plato con galletas y, convenientemente sujeto a una caña de bambú, un diario de la mañana.

—Enseguida, señora —contestó también con voz neutra.

Con gesto diligente, sacó una llave de uno de los bolsillos del chaleco y con ella abrió uno de los armaritos que en una de las paredes del guardarropa se alineaban ordenados por letras mayúsculas y minúsculas. El que abrió llevaba la F mayúscula y estaba en la fila superior por lo que tuvo que ponerse de puntillas para abrirlo. Extrajo de él un estuche de terciopelo rojo. Volvió a cerrar el armario y le llevó el estuche a la señora del vestido floreado. Ella, antes de abrirlo, acarició con su mano enguantada la morbidez del terciopelo y tuvo un escalofrío que le recorrió la espina dorsal hasta la nuca. Después apretó el cierre dorado y la caja se abrió sola. Tomó los anteojos con la mano derecha y se dispuso a leer el periódico.

En ese café de Viena hacía ya un siglo que se había instaurado la costumbre de guardar las gafas, que como signo de elegancia llamaban anteojos, en unos armaritos para evitar a los distinguidos clientes el engorro de transportarlos. 

La soledad tranquila de las tardes de verano en el café era reconfortante, los camareros eran mucho más atentos y diligentes que en invierno, y tenían más cuidado con el estuche rojo y, sobre todo, al no tener más que una petición de vez en cuando no se veían obligados a llevar a la vez cuatro o cinco estuches, uno encima de otro, y lo que a ella le parecía más importante, no incurrían en ningún error a la hora de repartirlos por las mesas de quienes los habían solicitado.

El número limitado de armaritos para anteojos le había obligado a esperar varios años antes de poder tener uno en alquiler de por vida. Su abuela había tenido uno, pero su madre no quiso renovar el alquiler cuando murió, así que, cuando ella tuvo la edad requerida para tener un armarito esperó pacientemente a que alguno de los clientes que los usufructuaba llegara a una edad conveniente y partiera para siempre.

Escogió a un señor bajito y delgado porque pensó que sería más fácil para poder realizar todas las maniobras necesarias. Llegó a la conclusión de que el mejor día para actuar sería el lunes porque ese día el café estaba poco concurrido.

El lunes elegido salió de su casa temprano para poder sentarse lo más cercana posible a la mesa del señor bajito que siempre ocupaba la misma. Este tardó en llegar más de lo previsto, pero, finalmente, cuando ella ya pensaba en irse y dejarlo para otro día, lo vio entrar y sentarse. Al cabo de dos horas, después de haber tomado el té y leído el periódico, el señor bajito pagó y se dispuso a salir. Ella lo siguió a una distancia prudencial hasta que llegaron a una calle estrecha y empinada por donde circulaba el tranvía 27 que hacía la circunvalación de la ciudad. Un empujoncito con el hombro derecho bastó.

A los dos días la mujer, convenientemente ataviada, se presentó en el café a la hora acostumbrada y pidió alquilar el armarito de la letra F mayúscula.

Desde ese día, cada tarde es igual a la anterior y, previsiblemente, a la siguiente. Y no importa demasiado si es verano o invierno. La rutina, pero también la placidez, se habían instalado para siempre en su vida.


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