El cabo García

Por la orilla

A las tres de la madrugada, el cabo García (Juan Teodosio García González, en adelante JT) se encontró de frente con la criatura. Enseguida comprendió que las largas sesiones de entrenamiento no le servirían de nada. Un terror atávico atenazó sus piernas, sus manos, su rostro.

El dedo corazón izquierdo permanecía erguido, marcando el norte. Los demás se apretaban contra la palma, clavando las uñas con saña. El pulgar no; este vigilaba desde fuera, oprimiendo a los otros tres para que no se adueñaran del gesto. La cara mostraba la grave mueca del payaso. Sonrisa marcada, falsa. Una ceja dos centímetros más alta que la otra. Parecía guiñar un ojo. El toque de espuma en la comisura derecha de los labios era tragicómico. Las rodillas se sujetaban a duras penas, castañeando una contra la otra. Tenía la sensación de que cederían y caería al suelo, de un momento a otro.

La investigación comenzó con la aparición de la tercera víctima. Envuelta en pétalos de rosa, sobre una esterilla de seda. O eso ponía en la etiqueta.

JT recordaba la repercusión mediática que tuvo el primer caso, como recordaba la bronca enfurecida del teniente Arriaga, el mismo que unos días antes había aconsejado «no matarse» que «aquello ya pasaría». Al parecer, el ministro, y el gobierno, tenían planes al respecto. Deseaban utilizar la rabia colectiva para la aprobación de cierto decreto, hasta entonces muy impopular.

Resonaron, una vez más, en sus oídos, aquellos himnos futboleros. Aún le ponían los pelos de punta. Acallaron los gritos de la conciencia con una subida salarial. Poco a poco. Despacito, como mandan las nuevas modas de la costumbre.

Algunas opiniones disonantes se alzaron por encima de la cacofonía uniforme, con la ingenua intención de hacer recapacitar sobre aquel sinsentido. A él le parecieron coherentes y claras. Y una vez, en el bar, se lo comentó a Martínez. Mala idea.

Vociferando le hizo ver con nitidez que lo mejor era callar, y que la capacidad intelectual del Homo sapiens estaba sobrevalorada.

Cuando aquellas ideas comenzaban a cristalizar, tanto sobre el papel escrito, como sobre el virtual, se descubrió el segundo cuerpo.

Se enteró por la tele. El suceso era calcado al primero. Curiosamente coincidentes hasta en los más pequeños y ocultos detalles. Pormenorizados y analizados por los tertulianos expertos en todo. A todas horas.

Garmendizábal, Carmiña, de la científica, le contó que, entre las hojas que cubrían la escena, vio un llavero de los de las taquillas del gimnasio de la central, pero, luego, en la lista de pruebas presentadas por los peritos forenses, no se hacía mención alguna.

Extrañada, sugeriría una revisión. Fue la última vez que habló con ella. De hecho, no sabía si estaba de baja, de vacaciones, o trasladada. «Desaparecida», Pensó fugazmente. «Loco», se dijo.

La luna llena y la sequía sacaron a la luz, tras el tercero, un cuarto, un quinto, un sexto… hasta completar los ciento treinta y siete. «Cuántico número», reflexionó, porque era un tipo instruido.

Acosados por el público, y por lo público, aceptaron sin convicción que un fiscal, un coronel forense y un forofo, amañaran la acusación contra aquel infeliz. Hombre invisible. Para saciar a una sociedad extraña, enrarecida de odio, ávida de la sangre que prometieron proteger. Carnaza para las masas, convenientemente azuzadas por sus amos y señores. Pueblo contra pueblo, como ya pintara Goya, don Francisco. «Paco». Sonrió para sí. Y con ello borró aquellos filosóficos pensamientos, indignos de un servidor del orden. Orden preestablecido que recompuso la simplicidad de las sinapsis neuronales, propia de su oficio.

Y el miedo volvió a crispar su cuerpo. Parece que sí. Que el adiestramiento funcionaba.

Enfrente, la bestia lucía una luz, aureola sobre la melena canosa. Una barba blanca caía descuidada sobre la túnica, todavía más blanca. Y aquel triángulo lleno de ojo.

No pudo, ni siquiera, hacer el ademán de sacar su arma reglamentaria. JT murió preguntando:

—¿Por qué?

—¡Soy Dios!

—¡Hostia puta!

Quedaron las medallas sobre la tumba.



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