Hace ya algún tiempo, la escritora Rosa Ribas publicó un excelente artículo en donde comentaba una conversación que había tenido con un conocido suyo, psicoterapeuta de profesión, que tiene su consulta en Frankfurt (Rosa es del Prat y vive en esa ciudad alemana). El psicoterapeuta le decía que era muy distinto tratar profesionalmente a los pacientes alemanes que a los pacientes españoles. Para ello ponía el ejemplo de una señora de nuestro país residente en Alemania y que estaba siendo tratada de una depresión. El facultativo alemán le recomendó un tratamiento en una región de bosques frondosos por los que debía dar largos paseos como complemento a la terapia prescrita.
El resultado, tras varias semanas, fue que la dolencia de la señora se agudizó y de la depresión pasó a continuas crisis de ansiedad y miedo.
El psicoterapeuta conocido de Rosa le decía que el facultativo germano ignoraba que el bosque tenía para los alemanes un significado diferente que para los españoles. Para los primeros es un paraje idílico y romántico y, para nosotros, un lugar relacionado con hechos misteriosos y oscuros, donde detrás de cada árbol o cada matorral hay un peligro acechando.
Rosa, nostálgica de su tierra, proseguía en su artículo recordando su niñez y para ello nos describía un lugar que para muchos de nosotros forma parte de nuestro imaginario:
“No pude evitar recordar en ese momento la gente de mi ciudad, el Prat, que decía que se iba «al campo» o «al bosque» para plantar sus mesitas de camping en las pinedas que jalonan la autovía de Castelldefels. Los veía cuando de pequeña pasaba en auto con mis padres por allí camino de la playa. Acampaban sin alejarse demasiado de la carretera, con el ruido de fondo tranquilizador de los motores de los coches que circulaban por varios carriles”.
Varios meses después, en la última guardia que hice en mi antigua empresa, comprobé cómo, a veces, la vida es caprichosa y entrelaza recuerdos y emociones de personas que jamás se llegarán a conocer.
Mi compañera, una chica muy joven, me preguntó dónde vivía. Al decirle que en Castelldefels, me habló con emoción y nostalgia de las sillas y mesas de plástico y de los pollos asados con leña de Los Dos Caballeros que consumía, en las tardes de verano, con sus padres y hermanos, bajo los pinos de la autovía, tras bañarse en nuestra playa, que Rosa, de vuelta a su casa, miraba con ojos de niña asombrada.
La confidencia de Ana (así se llama y es de Gavá) me conmovió profundamente y me hizo recordar mis paisajes de juventud, porque aunque los tiempos sean distintos, como seres humanos, nos unen las emociones al recordar lugares donde todo era limpio y hermoso; donde convivimos con personas queridas que ya se fueron para siempre; y que, cuando vuelves, esos parajes, ya no existen más que en el mundo de los recuerdos. Ahora de aquellos pinares disfrutados e idealizados por Ana y Rosa, apenas queda nada. Han sido talados, quemados, urbanizados, destruidos, especulados…, en una vorágine sin fin que nos va a aniquilar a todos, que se lleva nuestros rincones y nuestra memoria y nos deja más viejos y más tristes como peaje a una modernidad devastadora, tan mal entendida y que tan poco nos respeta como personas.
El otro día, paseando con María Ángeles en una tarde de junio de calor inclemente, hemos visto un letrero donde se informaba de que, tras 55 años, Los Dos Caballeros cerraba. Casi una muerte anunciada, porque hace tiempo que ya no había colas para adquirir los apreciados pollos de antaño. Ni ya apenas se ven familias comiendo bajo los pinos de la autovía. Y es que apenas vienen domingueros del Baix Llobregat a nuestra playa, ni ya está de moda comer los domingos pollos a l’ast y patatas de bolsa. Y como sigamos así, solo va quedar nuestra nostalgia. Tan solos.
“Os hemos visto crecer, ampliar vuestra familia y compartir con vosotros momentos entrañables de vuestra vidas. Gracias por vuestra confianza. Ha sido un placer y un honor crecer junto a vosotros”.
Firmaban Mª Antonia, Chus y Marta.
Lo leímos en la puerta cerrada del restaurante.