El amigo de Adolfo Suárez

Casa de citas


Ignoro si Adolfo Suárez tuvo muchos amigos y si los que tuvo fueron amigos de verdad o sólo arribistas que acercaron su mecha para darse luz. ¿Es la amistad un hecho, una circunstancia, un sentimiento? ¿Puede ser unidireccional o necesariamente la amistad ha de ser recíproca? ¿Es posible carecer de amigos? ¿Cómo soportarlo? Y de tenerlos, ¿se les puede amar apasionadamente? Sospecho que el motivo último de la amistad es la conveniencia y no el amor: tener amigos sería la mejor opción para hacer frente a la soledad. La amistad sería el resultado de una estrategia racional.

¿De dónde nace la amistad? ¿Del afecto y la confianza? ¿De la admiración? ¿Del gusto por lo idéntico? La gente parece saberlo, pero yo me mantengo en la duda. Quienes creen en la amistad aseguran que cualquier organización se construye sobre ella, incluida la familia o el negocio. Por su parte, los refractarios opinan que la amistad sólo es un barniz que mejora la apariencia de las cosas. Escribió Chamfort, en un gesto escéptico que le encumbra: «Hay tres clases de amigos: los amigos que nos aman, los amigos que se burlan de nosotros y los amigos que nos odian». Habrá que meditarlo.

Toda esta paparrucha es el resultado de haber releído una carta que recibí días después del entierro de Adolfo Suárez. Me escribía un viejo amigo de Valencia que participó junto al político de Ávila en el relanzamiento del CDS en 1982. ¡Un millón ochocientos mil votos y diecinueve escaños en 1986! ¡Ahí es nada, para acabar en el olvido, al cabo de cinco años! Quizá Adolfo Suárez no tuvo suficientes amigos o sus amigos no fueron lo suficientemente buenos. Quizá el camino de la ambición política está sembrado de amistades rotas. ¡Que se lo digan a Suárez que, tras una serie de fracasos electorales y de continuas fugas de su partido hacia otras formaciones políticas, acabó dimitiendo en 1991! Me parece que fue Rodríguez Sahagún, un amigo con recursos, quien sufragó las pérdidas económicas del partido. Fracasado como presidente del gobierno y como fundador del CDS, devorado por la enfermedad de su mujer y por la suya propia, Suárez perdió la conciencia de su importancia en la política, algo que, tras su muerte en el 2014, todo el mundo le ha reconocido, incluso los que le acosaron hasta hundirle.

En su carta, mi amigo incluye una fotografía suya junto a Adolfo Suárez, seguramente de la campaña del 86, cuando el líder nacional posaba con los cabezas de lista de las diferentes provincias españolas. Mi amigo luce chaqueta oscura, frente esbelta, gafas de intelectual y barbita y, lo que es más importante, exhibe ese gesto de seguridad y confianza que aprendió de su mentor. Junto a la fotografía, escribe: «Ahora que ya se van apagando los focos del entierro, te hago llegar esta foto con mi amigo Adolfo Suárez». A continuación, confiesa estar en deuda moral con él, como debiera estarlo media España, ya que «Suárez fue un político providencial que vivía para la política y no de la política. Un líder sin séquito que supo permanecer impasible ante las bayonetas», actitudes que ahora elogian incluso quienes entonces le dieron la espalda. Con su muerte, prosigue mi amigo, Suárez ha adquirido la categoría de símbolo: «se ha convertido en el paradigma del político audaz que no teme a nada y se enfrenta con decisión a los problemas».

De todo este asunto, lo que verdaderamente me intriga es la (pretendida) amistad de mi amigo con el líder del Centro Democrático y Social ¿Fueron realmente amigos o su relación fue un hecho puntual? ¿Acaso la amistad debe ser siempre duradera? A veces experimentamos intensos momentos de amistad con desconocidos a los que nunca más volveremos a ver. Gente amable, que se hace querer, nos hace cómplices y sabe escuchar. Seguramente mi amigo experimentó algunos momentos de amistad con Suárez y él mismo los hizo crecer en su interior. Es obvio que fueron sentimientos amistosos, a caballo entre la admiración y el orgullo, algo que Suárez sabía estimular a base de apretones de manos, comentarios elogiosos y un par de fotografías.

Interpreto que mi amigo trabajó por el bien del líder, encontró placer en su compañía y prolongó su sentimiento a lo largo del tiempo. Sin embargo, desconocemos cuál fue la actitud de Adolfo Suárez hacia él. Ignoramos si existió la suficiente reciprocidad y si el interés por mi amigo duró tanto como el acto de posar con él en una fotografía. Quizá, la suya fue una amistad de tono bajo y no la cima de la amistad, aunque mi amigo, veintiocho años después, continúa hablando con respeto y admiración de Adolfo Suárez.

«Pero eso no es amistad. Eso es amor», me aclara un compañero de estudios y también amigo, con el que he comentado el asunto mientras paseábamos arriba y abajo por la Rambla de Pueblo Nuevo. La escena tiene lugar un atardecer de finales del verano. Mi amigo se llama Durán i Lleida y nos conocemos desde la adolescencia. Yo confío en Durán, le respeto y admiro. Es listo y tiene experiencia en temas amorosos, a pesar de su calvicie, o quizá precisamente por eso. Mi amigo también entiende de cine y con frecuencia utiliza argumentos de películas para analizar la realidad y dar con la clave de lo que nos sucede. En esta ocasión su referente es Appaloosa (2008), un western dirigido por Ed Harris, donde dos amigos (el propio Harris y Viggo Mortensen) se dejan la piel peleando contra un poderoso ranchero, despiadado y criminal (Jeremy Irons). Ambos han sido contratados para poner orden en la ciudad de Appaloosa y están dispuestos a jugarse la vida cumpliendo con su deber. Son gente virtuosa e íntegra. Se quieren y se defienden mutuamente, es cierto, pero su amistad va más allá del amor, porque se buscan por lo que son y se desean el bien mutuo. Un ejemplo de amistad perfecta. «A diferencia de la amistad, el amor busca complacencia y, a veces, utilidad», sostiene Durán. Por eso, cuando en Appaloosa aparece una viuda fascinante que enamora a uno de los protagonistas, la vieja amistad se tambalea. «Algo así como lo que nos sucedió en Convergencia y Unió con la intromisión de esa viuda voluptuosa que es Esquerra Republicana», sugiere Durán.

Tras el análisis del caso, Durán dictamina: «Yo creo que tu amigo estuvo enamorado de Suárez sin saberlo. En todo caso, ¡fue seducido por él! Tu amigo lo admiraba, pero eso no es amistad. Colaboró con él y le dedicó parte de su vida. Eso se llama abnegación. Un líder político no tiene tiempo (ni seguramente ganas) de prodigarse con sus colaboradores, aunque sabe convencerlos para que trabajen para él, haciéndoles creer que son amigos. También hay que fotografiarse con ellos, para reforzar la adhesión».

Durán me acaba convenciendo, como casi siempre, así que le pido por favor que, si alguna vez coincide con mi amigo, el amigo de Adolfo Suárez, no destruya sus ilusiones ni cuestione el valor sentimental de sus fotografías. Le recuerdo que algunas personas necesitamos barnizar nuestras miserias con la ilusión de una bonita amistad. Así lo convenimos y acabamos el paseo tomándonos una horchata, la última de la temporada, en una horchatería de la Rambla de Pueblo Nuevo. Pago yo, porque así son algunos catalanes: fingen escarbarse los bolsillos con premura mientras tú sacas la cartera. 

«¿Tienes muchos amigos, Durán?», le lanzo al vuelo. Y él, que ya se siente muy lejos de la política, me contesta que depende. Hay días que cree tener muchos amigos y otros que ninguno, mejorando lo presente. Lo miro con cierto desánimo y Durán me dedica un momento de amistad: llama a uno de sus escoltas y le entrega el móvil. «Germán, hazme un favor. Dispara un par de fotos con Pere, para que pueda decir que somos amigos. Te las mando luego por wasap».