Recogí el guante.
Un caballero como yo no puede eludir las responsabilidades que su noble condición impone. Y como no podía ser de otra manera, acepté el desafío.
Todo empezó por causa de una bella mujer.
Estaba yo sentado, tan ricamente, tomando el fresco y un martini con aceituna en el patio interior del Parador de Jarandilla de la Vera, pues es mi sana costumbre frecuentar sitios donde las piedras rezuman nobleza, cuando acertó a pasar por allí la singular dama, que más parecía una ninfa del bosque que una simple mortal, moviéndose entre las mesas delicadamente con su vaporoso vestido y su piel tan blanca.
¿Cuál será su nombre? Pensaba yo para mis adentros. No lo sé, pero la llamaré Helena. Y si fuera poeta recitaría aquello de:
¡Ay, Dios, cuán hermosa viene doña Helena por la plaza!
¡Ay, qué talle, qué donaire, qué alto cuello de garza!
¡Qué cabellos, qué boquita, qué color, qué buena andanza!
Con saetas de amor hiere cuando los sus ojos alza! (1)
El caso es que me quedé absorto contemplándola, sin percatarme de que su prometido iba detrás, ojo avizor, en busca de posibles mirones. Y don Cipriano de Oleiza y Farraguás, que así se llamaba, celoso hasta las trancas, me pilló ocupado en tan delicada tarea, boquiabierto, con mis ojos embriagados de tanta belleza.
El presunto novio, con el gesto adusto y con peores maneras, se dio por agraviado.
Que hay gente que tiene la piel muy fina, los celos muy largos y las entendederas muy cortas.
—Esto no se puede quedar así, salvo que admita usted que me ha ofendido y pida las correspondientes disculpas tanto a ella como a mí.
Como yo no era consciente de la ofensa, dado que no hubo hechos ni palabras que así pudieran entenderse, tan solo alguna mirada contemplativa, porque los ojos van por libre y son muy dueños, y como quien admira a una diosa —como Paris extasiado ante la belleza luminosa de aquella otra Helena— , caí rendido ante su hermosura, sin abrir el pico ni decir palabras que pudieran ir más allá.
—No he de pedir disculpas por nada, porque no hubo agravio ni intención de ello.
— ¿Ah, sí? Pues sepa usted que sus ojos le delatan. Y el charco de baba que se ha formado a sus pies también, so viejo verde.
—¡Ni viejo, ni verde, ni leches, pedazo de lechuguino!
—Encima me insulta usted. Esto no se va a quedar así. Le reto a usted a un duelo.
Y lo acepté. Vaya que si lo acepté. Bernaldo de Uribe no es de los que se echan para atrás cuando las cosas se tornan duras.
Es costumbre corriente entre caballeros que sea el ofendido el que escoja las armas. Así que la decisión quedaba en manos del supuestamente agraviado. ¿Sería de Oleiza un experto en el manejo de algún tipo de artilugio letal? ¿Sería un duelo a la vieja usanza, con sable o espadín, al estilo de los que solían celebrarse en el Bois de Boulogne, en París? ¿O tal vez un desafío a pistolas como ocurrió entre Alexander Hamilton y Aaron Burr o entre Enrique de Borbón y Antonio de Orleans, duque de Montpensier? ¿Quiénes serían los padrinos? ¿Sería a primera sangre? ¿A muerte, tal vez ?
Enseguida se despejaron todas las dudas: Cipriano de Oleiza eligió dirimir nuestras diferencias… ¡echando una partida en el futbolín de la cafetería! Así que, sin más dilación, hacia allí nos dirigimos.
Antes de empezar, pedimos sendos cafés y acordamos que los pagaría el perdedor. Ya situados frente al terreno de juego, lancé una moneda al aire para ver quién haría el saque inicial, correspondiéndole ese derecho a él, quien comenzó el ataque con brío desde el centro del área, pero de poco le sirvió. La victoria se inclinó desde el principio hacia mi lado. Le gané limpiamente por cuatro tantos a dos. Cipriano, a regañadientes, tuvo que aceptar el resultado, como no podría esperarse otra cosa del proceder de un caballero, dando así el asunto por zanjado.
Y luego, incontinente, requirió la cuenta, pagó, fuese y no hubo nada. (2)
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(1) Arcipreste de Hita: Libro de buen Amor.
(2) Adaptación caprichosa de los famosos versos de Cervantes.