Divina había sido una niña soldado. Con diez años, unos hombres entraron en su aldea y mataron a todos los adultos, prendieron fuego a las chozas y se llevaron a los niños. Divina era una niña escuálida con una gran mata de pelo rizado, la cara delgada y unos dientes muy grandes que destacaban cuando sonreía, pero también cuando los apretaba y separaba los labios y te apuntaba con una metralleta, y veías las gotas de sudor perlándose en su frente y los ojos grandes, en cuyo iris negro como el carbón desembocaban ríos de sangre que teñían de rojo la esclerótica, que nunca más volvería a ser blanca.
Un día, me encontré frente al cañón de su fusil, mirando la boca por la que tenían que salir las balas, apoyado en el tronco de un ocumé del Congo, dejando que la lluvia se deslizase por mi rostro; enseguida, sujetando el arma, vi las manos pequeñas de Divina, que tenían la piel del dorso negra como la espalda de un chimpancé, y el interior blanco como la pulpa de un coco. Vi sus piernas delgadas de niña de poco más de diez años, una falda corta arrugada, de colores brillantes, encima de unas mallas negras y sucias, un pecho sin pecho, unos hombros pequeños, una cabeza desproporcionadamente grande, los dientes apretados, muy blancos, como los de esos dibujos animados, y me apiadé de ella, como si no fuera ella la que debía apiadarse de mí para no volarme la cabeza.
¿Qué había en la cabeza de aquella niña? Un mes después, la miraba en el centro de recuperación de niños soldado, con el pelo rapado al cero, aún resistiéndose, pero cada vez menos, a ir a clase, acodarse sobre un pupitre verde descascarillado y escuchar la lección de francés, que era además la de volverse un ser humano, recuperar las emociones, la empatía, el respeto a los demás y el amor a uno mismo. La pequeña kadogo, que es como llamaban en suajili a los niños soldado, se había convertido en Divina porque su profesor-adiestrador español lo había querido así.
Su profesor-adiestrador era yo. Cuando estaba a punto de matarme le pregunté cuántas veces la habían violado y le dije que podía ayudarla. Me dijo que todos los días, de todas las edades, hasta sus primos y hermanos secuestrados de la aldea, cuando estaban fumados y no conocían a nadie, solo hacían lo que hacían los demás en la oscuridad, la negra oscuridad de la selva donde las únicas luces eran las fogatas de los pigmeos en las entrañas de aquella inmensidad. Cuando la violaban veía los fuegos fatuos en el entorno de los párpados y dejaba que las luces formaran estrellas que chocaban con las paredes de su pequeño mundo. El dolor la embotaba y, en el vaivén contra las raíces de la noche, se dormía y viajaba a un mundo donde sus padres y hermanos dormían todos juntos después de haber comido unas cuantas raíces de ñame que acababan convirtiéndose, en el sueño, en las entrañas de un elefante. Se despertaba entre ronquidos y el olor apestoso de aquella tropa formada por niños, niñas y hombres sucios que un evangelista que se me coló un día en clase quiso equiparar con el infierno de los cristianos, mientras les contaba a mis niños que un señor llamado Jesucristo había venido a salvarlos. Pero cuando te han roto el alma y el cuerpo por dentro dejando un animal herido para siempre, no hay creencia que valga, y menos una que derrama el dinero y viste a sus hijos con ropas de marca.
Divina me confesó más de una vez que en su cabeza no había nada, que ningún sueño había sobrevivido a dos años de matanzas y violaciones, que su memoria no podía generar esperanza ni proyectar futuro alguno. ¿Cómo ibas a decirle que la esperanza siempre acaba por emerger por muy negras que sean las aguas del alma, y que la fragua del tiempo convierte el dolor y la experiencia en un poder?
Yo les enseñaba mitología. La vida de los dioses y los padecimientos de quienes entraban en contacto con ellos, que era el precio que tenían que pagar por adquirir ese poder. Por ejemplo, Tiresias fue cegado por Atenea cuando reconoció que las mujeres son más sensibles que los hombres, contradiciéndola, y luego, para compensarle, le permitió entender el lenguaje de los pájaros, que le dieron el don de la profecía, haciendo que su dolor se transformara en el más famoso de los videntes.
¿Cuál era el poder de Divina? Para mí, era su fuerza. Con quince años, me la llevé a Nueva York. Quería hacer la prueba de salir de una ciudad pequeña de África, donde la miseria se aglomera a diario en las calles de polvo o de barro, y llevarla a un lugar donde las masas adineradas recorren las tiendas en busca de la última moda en ropa y en tecnología. Quería verla nadar entre rascacielos y que fuera en invierno.
Por supuesto, nevaba. Le compré un anorak blanco para que su rostro negro como el betún resaltara aún más entre las plumas de perdiz nival que le rodeaban la cara. Divina ya no era la niña que tenía miedo de su propia sombra, era tan alta como yo, había desarrollado unos hombros poderosos, su rostro había adoptado un aire encantador. Caminamos los dos con aire desafiante, abriéndonos camino entre la multitud aterida por la nevisca hasta las escaleras que ascendían al Museo Metropolitano de Arte, donde nos paramos y le pedí que mirara bien la enorme fachada. En una de las tres puertas frontales colgaba el póster gigantesco de una niña que miraba de forma desafiante a través de la mirilla de un fusil kalashnikov, con los ojos grandes como las ventanas de un hotel, los dientes como icebergs apretados en una mueca de dolor y odio que llevaban a la única invención de la foto, una gran lágrima en la que podíamos habernos ahogado, pero que nunca existió mientras ella era niña soldado.
Aquel era el momento esperado. Antes de entrar, una multitud apareció por la gran puerta central del museo, que tendría más de cuatro metros de altura y separaba el póster de Divina de otro, a la derecha, en el que figuraba la Virgen de las Rocas de Leonardo da Vinci. La barahúnda nos rodeó con la mirada puesta en mi niña, que estuvo a punto de desmayarse y caerse en la nieve sobre los largos escalones cuando empezaron a aplaudir, cerrando el círculo, regalándonos, regalándole a ella toda la fuerza del mundo, pidiéndole, con lágrimas en los ojos, que continuara adelante, que la vida siempre merece la pena vivirse, que no es ese pozo de alquitrán que a veces puede parecer. La exposición dedicada a los niños soldado llenaba un ala del edificio, pero no la dejé entrar. Nos fuimos a ver la exposición sobre las vírgenes de Leonardo, que ocupaba otra ala del edificio.
Dejé que se extasiara ante lo que el ser humano era capaz de hacer en favor de la belleza, y nos quedamos al menos media hora mirando la Virgen de las Flores. Yo miraba la composición, pero Divina observaba con atención de experta al niño regordete que miraba y estiraba los brazos hacia el clavel rojo que la virgen sostenía en la mano izquierda.
Creo que, en aquel momento, Divina entendió que su periodo de abstinencia y rechazo hacia los demás había terminado. Desde ese día, volvería a ser una persona asequible a la que una simple caricia no provocaría nunca más el escalofrío de la muerte.
Aquel niño desnudo tenía que ser suyo. Y yo entendí, en su mirada, que al amor había emergido de aquel pozo.