El hombre más enfermo del mundo se llama Mateo y vive en el entresuelo de mi finca. Es un hombre que ha tenido de todo, y sigue teniéndolo, según me explica su mujer, enfermera perpetua de Mateo desde el mismo día en que se casaron. «Aquella tarde de hace ya cuarenta años, tras la boda, tuvo su primer ingreso en clínica, a causa de un ataque de riñón que derivó en insuficiencia renal de por vida. Casi cuatro décadas de diálisis semanal, aunque ahora, mi pobre Mateo, ya no necesita esos cuidados, porque ni come ni bebe. Simplemente, vegeta. Dieciséis veces ha entrado en quirófano. Operaciones de corazón, páncreas, hernias discales… Su cuerpo es un laboratorio de experimentación; su linfa, una nutridísima botica».
Tras la insuficiencia renal llegó la insuficiencia pulmonar, y después la ventricular, la biliar y la hepática. Y cuando no se trataba de insuficiencias, aparecían las abundancias, los excesos, en este caso, hormonales. Mateo anduvo siempre desequilibrado. Exceso de adrenalina, de tiroxina, cortisol, testosterona, insulina y gastrina. Y, luego, periodos de escasez, de lo mismo o de cosas peores. A lo largo de los años, sufrió un torrente de enfermedades que la mejor ciencia de nuestro tiempo no pudo explicar. «Es mi fortuna —murmuraba con su vocecita de enfermo y sin apenas fuerzas—. ¡Mi fortuna o mi fatalidad! Estoy programado para seguir vivo. Siempre muy malito, siempre con achaques, pero aguantando, me guste más o menos o no me guste nada».
Lo peor fue cuando le aparecieron las ronchas en la piel, primero pequeñas y localizadas en el vientre, y luego ocupándole el cuerpo entero, desde la cabeza a la planta de los pies. A él le hubiera gustado rascarse, pero no podía hacerlo a causa de la artritis reumatoide que le atenazaba los dedos. Con el tiempo, todo su cuerpo fue una única roncha, supurante y casposa, que había que bañar a diario en corticoides. Tras remojarlo, su mujer lo sacaba desnudo al balcón para ventilarle el sarpullido, y entonces Mateo se resfriaba, pillaba una bronquitis y acababa ingresado en la UCI con neumonía. Cada noche, su mujer lo embadurnaba con cremas y pomadas y lo envolvía en toallas de paño, como un bebé. Eso le blanqueó la piel y le pudrió el pelo, a la vez que, por un extraño proceso fisiológico, le reblandeció el cuerpo y laminó sus extremidades.
Durante años acudí a su casa para cortarle el pelo y afeitarlo. Una vez al mes, cuando me llamaba Dolores, su mujer. En esos ratos de intimidad, Mateo se sinceraba conmigo, quejándose de lo difícil que le resultaba satisfacer sus deseos sexuales, que también los tenía: «Vivir así es morir de amor —me decía entre estertores—, y por amor tengo el alma herida… Has de traerme una puta, Marcial, que mi mujer no quiere saber nada de mi cuerpo serrano». Aquello sonaba a sarcasmo: el cuerpo de Mateo estaba muy lejos de cualquier atisbo de lozanía. Con el tiempo, fue perdiendo vigor y empequeñeciendo. Al final adquirió la forma de un puerro recién lavado. La pelambrera, que es lo que yo le recortaba para mejorar su aspecto, recordaba las raíces del vegetal, duras y enroscadas. Lo mismo sucedía con su barbita: un manojo de hebras blancuzcas y ensortijadas, como el pelo de las panochas. Intenté lo de la puta, pero no hubo mujer que accediera a meterse en la cama con el hombre más enfermo del mundo.
Luego nos distanciamos. Pasaron algunos meses sin que Dolores me avisara. Pensé que su esposa se las arreglaba bien para cortarle el pelo y asearle la barba. Al fin y al cabo, cortarle el pelo a una cabecita tan diminuta no era complicado. Un día, Dolores me volvió a llamar y yo acudí a su casa con mis tijeras y mi mejor voluntad. Aquel día encontré a Mateo reducido a la mínima expresión, envuelto en algodón hidrófilo, descansando en una especie de caja de zapatos. Lo que sucedió entonces apenas se puede contar, pero no fue una negligencia por mi parte ni mucho menos un gesto mal intencionado. Al ir a cortarle las hebras de su pelambrera, Mateo se removió en la caja e, inesperadamente, metió el cuello entre las tijeras. Fue sin querer, lo juro, pero ¡le rebané el pescuezo! Un líquido amarillo y viscoso, parecido a la mostaza, manchó los algodones de la cunita donde descansaba. Chillé horrorizado y llamé a Dolores.
Por suerte, la mujer de Mateo no es mujer de manías. Me pidió que no me preocupara. Le unió la cabeza al tronco con un esparadrapo y trató de justificar la situación: «Son cosas que pasan, Marcial. Pero no te preocupes, porque yo ya le he cortado la cabeza otras veces y como si nada; luego Mateo revive y sigue dando la tabarra, pobrecito, que para eso es una figura internacional: el hombre más enfermo del mundo».