El otro día fui a visitar a un amigo de quien hacía algún tiempo no tenía noticias. Lo encontré en la penumbra del salón de su casa tumbado en el sofá. Sostenía en su regazo un sobre con signos de haber sido atropelladamente abierto, de cuyo interior asomaba un folio arrugado que parecía guardado de golpe, a toda prisa.
Se volvió hacia mí con mirada densa, gastada, como si una enorme dosis de pena y miedo se le hubiese subido desde el alma y recalado en los ojos. A mi pregunta sobre qué le ocurría, me tendió la carta, al tiempo que balbuceaba frases incomprensibles.
Hay momentos en que cualquier palabra de consuelo se torna vacía, hiriente, desatinada, y, en lugar de hablar, opté por sentarme cerca de él en silencio. Acerqué mi mano a la suya y, a través de esos hilos invisibles de la férrea amistad que nos unía, traté de trasmitirle mi cariño y toda mi incondicionalidad, pero, al instante, se separó de mí, abatido y descorazonado.
Cuando me marché, en la calle, entre la multitud ignorante del dolor que arrastraba por la noticia de la enfermedad de mi amigo, sentí que un enjambre de tristeza profunda zumbaba a mi alrededor aprisionándome la vida.
Tres días más tarde lo encontré en el bar bebiendo cerveza con una sonrisa grande y blanda, aunque en el fondo de sus ojos permanecía el tono plomizo de aquella tarde en su casa.
—Lo dejé tirado en el sofá —dijo, abrazándome, antes que yo hiciese ninguna pregunta—. Está enfermo, ya sabes, y no tiene ganas de nada.
—¿Quién? —procuré que mi voz sonara suave para disimular mi extrañeza.
—El otro —respondió sin titubeos—. Sigue tristón y preocupado. Como lo viste. Insoportable. ¡No lo aguanto!
A continuación, hizo un gesto al camarero para que me sirviera una cerveza, mientras yo me debatía entre la perplejidad y la pena.
—Compré entradas para el teatro —prosiguió sin percatarse de mi sonoro silencio—. También vendrán Emilio y Susana. Reservaron mesa para cenar a la salida.
—Entonces, ¿la carta del hospital era equivocada? —me atreví a preguntar.
—No —respondió con una frescura y una seguridad aplastante—. Era para el otro.
—¡Qué otro! –exclamé, con más consternación que rabia. Me cogió por los hombros y, zarandeándome, gritó:
—¡Déjame vivir!