Caminaba por la zona alta de la ciudad disfrutando del invierno cálido que nos acompaña este año y, de golpe, el sonido estridente del frenazo de un coche, seguido de voces, interrumpió la tranquilidad de mi paseo.
Me volví instintivamente hacia el lugar de donde provenía tanto ruido, y vi, en el centro de la calzada, a dos señores bien trajeados que se gritaban y empujaban. «¡A ver si tienes huevos ahora!», decía uno de ellos, y el otro le respondía con otra frase similar, en la que los huevos eran también los protagonistas. Se movían hacia adelante y hacia atrás, retándose; y, cuando retrocedían, antes de abalanzarse de nuevo sobre su contrincante, se colocaban la mano en la entrepierna como si allí tuviesen el talismán que les iba a proporcionar el triunfo en la batalla.
Hay que alejarse del conflicto, me dije, huyendo de aquel espectáculo tan desagradable, de aquella violencia que se agrandaba a medida que otros coches se detenían y la gente se paraba a mirar. Hay que alejarse del conflicto, repetí varias veces, hurgando en mi memoria para atraer un recuerdo que me había despertado aquella violencia callejera y que no lograba identificar.
De pronto, al entrar en un pasaje estrecho, me vino a la mente un hecho que había presenciado hacía unos años en la parte baja de la ciudad. Andaba por un barrio de calles no muy anchas. Frente a mí, por la otra acera, vi a un niño de no más de siete años, acompañado por un hombre que le empujaba golpeándole la cabeza mientras le repetía con insistencia: «Ahora te vas a defender. ¡A ver si no vas a tener huevos!». Cuando pasaron a mi lado observé que el chiquillo bizqueaba, tenía la camiseta rota y la mejilla roja por haber recibido un golpe. Se detuvieron en una pequeña placita donde jugaba un grupo de chicos. Al verles, uno de ellos salió corriendo gritando: «¡Yo no le hice nada a su hijo!».
– Ven aquí – le gritó el hombre- no seas cobarde.
– No, no que usted me pega.
– No te voy a pegar. Ven aquí si tienes huevos. Pégale ahora, que él se va a defender.
El muchacho dudó un momento y luego se acercó.
– Defiéndete- dijo el hombre empujando a su hijo hacia donde estaba el otro-. Enséñale que tienes huevos.
El pobre chaval, parpadeando su ojo díscolo, saltó a trompicones al ruedo que ya los otros muchachos habían formado y al que se unieron también algunos adultos. Al verse frente a su contrincante, se llevó las manos a la entrepierna. Y a cada grito de su padre, «¡pégale, enséñale que tienes huevos!», el crío se apretaba con más fuerza sus partes íntimas.
Ya le había dado el otro el primer golpe, cuando del bar de la placita salió una mujer menuda, con el pelo recogido en un moño y un delantal impecable.
– ¿Qué haces hombre? ¿Qué estás haciendo?- exclamó dirigiéndose al instigador de la pelea-. Huevos y más huevos- gritaba al círculo de jaleadores con los brazos abiertos mientras, situada en el centro del ruedo, separaba a los dos niños-. Si no hubiera tantos huevos en el mundo no habría tantas peleas, ni tantas guerras.
Asombrados ante la seguridad y el atrevimiento de la mujer, el coro que jaleaba y el padre enmudecieron. Nadie se atrevió a increpar a la diminuta señora, aunque hubiese bastado un pequeño soplo para tirarla al suelo. Nadie fue capaz de emitir una sola palabra que replicara su autoridad.
En aquel momento de tregua, el niño huyó del conflicto y de su padre corriendo calle arriba, sin mirar hacia atrás.
Quizás, a quienes huyen de los bombardeos de Siria, les iría mucho mejor si estas mujeres pequeñitas de delantales impecables, se sentaran en la Conferencia de Paz en lugar de los señores Bashar El-Ásad, Vladímir Putin y los otros guerreros con tantos huevos.