De nuevo, «El Sur»

Casi lloré de emoción al ver esa escena en el cine


—¿Otra vez, García?

Me veo reflejado en unas viñetas de un periódico que vi hará la bonita cifra de unos cincuenta años y que los que me conocen saben que saco a menudo a colación.

En la primera viñeta se ve frontalmente a un pobre oficinista en su mesa de trabajo. Está reflexionando filosóficamente, con esa mirada hacia el techo, útil para estos menesteres. No es, desde luego, la primera vez que entra en un trance de este estilo.

—Siempre las eternas preguntas —se dice.

Y entonces, a viñeta por pregunta, se extiende:

—¿Quién soy?

—¿De dónde vengo?

—¿A dónde voy?

Es el momento en que, desde el interfono situado en su mesa, en la última viñeta se oye un grito —evidentemente de su jefe, que ha oído la múltiple reflexión previa y ya está harto de la misma— que espanta a nuestro oficinista:

—¡Usted es García, ha venido de la calle y se vuelve a la calle inmediatamente!

Pues bien: pasa que me identifico con ese probo tocayo. No por sus reflexiones filosóficas, que yo he sido siempre muy tocho para pescar como se debe la cosa filosófica, pero sí por su reiteración, en mi caso mentando una y otra vez esa película.

Y es que, en una muy reciente nueva visión, como por otra parte siempre pasa, una escena en la que nunca había reparado demasiado me ha sorprendido percutiéndome de lo lindo, encontrándome a mí particularmente sensible.

Estamos en “La gaviota”, la casa de por el norte de España en la que viven Estrella (Sonsoles Aranguren) y su familia. La niña está nerviosa porque del sur, de donde es originario Agustín, el padre, llegan por fin unos visitantes muy especiales.

Esos visitantes tan especiales son su abuela, la madre de Agustín, y sobre todo Rafaela, la mujer que ha criado realmente a Agustín y que, siguiendo una costumbre muy arraigada en Victor Érice (recuérdese a Ana -Torrent-, Isabel -Tellería-, Teresa -Gimpera- y Fernando -Fernán Gómez- de El espíritu de la colmena) lleva el nombre de la actriz que la encarna, Rafaela Aparicio, que tanto me recuerda por su físico y carácter extrovertido, en ocasiones avasallador, a mi abuela.

Frente a la distante y hasta fría reacción de la madre de Agustín en el encuentro, que en seguida marca su posición social dando instrucciones a la muchacha de servicio de los que la reciben, todo es proximidad y calor en Rafaela, quien, tras abrazar a Agustín, le dirige, pero de una forma que es más bien una reflexión que se hace a sí misma en voz alta, la frase que me cogió desprevenido en esta ocasión:

—¡Cuántos años y cuánta desgracia por todas partes!

Evidentemente, ahí, detrás de esa reflexión, uno intuye el dolor que proporciona una guerra, seguido, en ese caso, del atroz destino para muchos de la consecuente postguerra.

Y, con todo esto, está visto que no ganamos para desgracias.