De Gracita a Grace

Los lunes, día del espectador


La Morales y la Kelly, ambas las dos.



Unas cuantas centurias después de que Pablo de Tarso teorizara sobre la gracia divina y muchos años más tarde de que el poeta inglés John Newton diese a conocer el himno Amazing Grace, la gracia se hizo celuloide. Fue en pleno siglo XX y a través del nombre de dos actrices de procedencia geográfica y social muy distinta. No solo las unía su gracia —esto es, su nombre—, sino también su profesión: el cine. La imagen que proyectó de ellas el séptimo arte acabó transformándolas, a fuerza de tópico, en dos estereotipos.

En la España de los 60, una actriz menuda, rubia y de voz atiplada vino a poner el contrapunto a tanto mujerón de bandera y cante folclórico como pululaba por las pantallas. Y consiguió darle un toque de gracia al asunto, nunca mejor dicho. Su nombre, Gracita Morales, era en sí mismo una declaración de intenciones. Por un lado, la vis cómica expresada en un diminutivo que, de algún modo, también subestimaba su labor artística. A fin de cuentas, lo de hacer reír, igual que el coñac, solía ser cosa de hombres, pese a honrosos precedentes femeninos como Mary Santpere y Rafaela Aparicio, amén de alguna otra coetánea que también cultivó el humor: Laly Soldevila, Lina Morgan o, ya más adelante, Josele Román. Y por el otro lado, tenemos la cuestión moral, tan en boga en aquella época por estos pagos. En el caso de la Morales, apellido mediante, la decencia quedaba realzada con un plural a modo de estandarte multiplicador de las virtudes patrias.

Unos diez años antes, en Hollywood, empezaba a abrirse camino otra actriz de la misma generación y mismo nombre de pila, aunque diferente fortuna: Grace Patricia Kelly. Una onomástica también reveladora, pues a la gracia se sumaba la condición de patricia que, en efecto, hacía honor al estatus de la americana, hija de un constructor venido a más. La Kelly, al igual que la Morales, también representó un cambio generacional en cuanto al patrón de mujer que el cine, desde siempre, había convertido en referente para una sociedad que demandaba modelos con los que identificarse. En las décadas anteriores a la aparición de Grace, la iconografía femenina predominante en la pantalla tenía que ver con la vamp, la mujer fatal que tan bien representaron Jean Harlow, Rita Hayworth, Marlene Dietrich o Joan Crawford. En los 50, el mito no se había apagado aún; es más, seguía gozando de buena salud. Pero las Ava Gardner, Lana Turner, Jane Russell, Sophia Loren y tantas otras actrices de las llamadas bombshell, tuvieron que compartir protagonismo con otro tipo de mujer de apariencia más sutil: las jovencitas que personificaban la modernidad, tipo Audrey Hepburn y Leslie Caron, y las grandes damas como Jean Simmons, Deborah Kerr, la mismísima Ingrid Bergman, que ya en esa época era una estrella y, por supuesto, Grace Kelly, que después de triunfar en el cine con su estilo mundano, mezcla de fuego y hielo, reinó en una corte europea de opereta y, desde su atalaya de Alteza Serenísima, dominó también el mundo del papel couché.

Con todo, no puede decirse que ninguna de las dos actrices rompiera moldes ni fracturase en absoluto el modelo tradicional. Más bien al contrario: el desparpajo popular de Gracita y el hieratismo aristocrático de Grace no hacían sino acentuar el rol social que cada una tenía asignado. De este modo, cualquier atisbo de lucha de clases, por mínimo que fuera, quedaba descartado de antemano. El cuento de La Cenicienta vencía, en el imaginario colectivo, a la sesuda teoría marxista. O se era criada dicharachera y algo respondona, o una llegaba a princesa de cuento de hadas sin comerlo ni beberlo. Solo había que procurar tener la suerte de cara y que el zapatito de cristal se ajustase al delicado pie como si de una segunda piel se tratara. Y, por supuesto, en la fábrica de sueños todo es posible.

Grace y Gracita eran, pues, como la versión moderna de El príncipe y el mendigo. Pertenecían a clases distintas, pero ambas eran actrices, rubias, decididamente conservadoras y habían nacido, con un año de diferencia, en el mes de noviembre. Por si esto fuera poco, las dos se atrevieron a cantar en sus películas, cada una dentro de su registro: Grace, en clave romántica y amparada en el vozarrón de Bing Crosby, cantó True Love en High Society, la versión musical que Charles Walters hizo en 1956 del clásico Historias de Filadelfia. Gracita, por su parte, recreó en tono paródico el mundo del cabaret en el chusco e hilarante número Yo soy la vedette, perteneciente a la película Más bonita que ninguna, una producción de Luis César Amadori para lucimiento de una jovencísima Rocío Dúrcal. Sin embargo, a pesar de estas similitudes, entre ellas seguía habiendo una distancia insalvable: la misma que mediaba entre la cofia de ¡Cómo está el servicio! y la regia corona de El cisne.

Como casi siempre, en la mitología clásica encontramos las raíces de nuestros mitos contemporáneos. Las dos Gracias del celuloide vendrían a ser un compendio simbólico de las Cárites griegas, las tres hijas de Zeus, esas famosas tres Gracias que Rubens pintó, según los cánones estéticos de su época, bastante entradas en carnes. La Kelly, cuyo perfil helénico de rasgos perfectos cautivó al fetichista Alfred Hitchock hasta el punto de convertirla en una de sus fijaciones eróticas, representaría el espíritu de Aglaya, la Cárite esplendorosa. La lenguaraz e ingenua Gracita, con sus salidas de tono, su vocecilla aguda y sus mordaces alusiones al señorito, encarnaría a Eufrósine, la jubilosa.

Pero ¿qué hay de Talía, la tercera Gracia, la que presidía banquetes y festividades? Pues Talía es el alma del show bussines, de sus celebraciones, sus oropeles, sus premios y su «el espectáculo debe continuar». Grace y Gracita, en tanto que cómicas, pertenecieron por derecho al universo de Talía. Y no olvidemos que, además de la Cárite, también hubo entre los griegos una Talía que fue musa de la comedia. Y la comedia, amigos míos, al igual que el Tenorio, nunca hizo distingos:

Yo a las cabañas bajé,
yo a los palacios subí.