Cuando ruge la marabunta

Mercado Central

 

Sufro de entomofobia, y aun así permito que mis amigos me llamen Mariposa, a causa de mi apellido —María Ferrer i Posa—. Mi odio se extiende a todo el mundo de los insectos. Son ajenos a mí, no puedo comunicarme con ellos, no sé hacia dónde miran ni qué ven. Son máquinas orgánicas, que sin duda cumplen algún papel, alimentan y limpian, pero ¿por qué son tan espeluznantes? El cine ha tratado de reproducirlo en positivo y sobre todo en negativo, pero ¡ca! Más que ninguna otra cosa del mundo, son para mí lo Otro.

La peor de estos achaques es la blatofobia, el tan común y corriente asco y miedo a las cucarachas. Cada vez que veo una corriendo por el pasillo, siento que en mi cabeza ruge la marabunta, que lo que en mi interior está unido se desparrama como una ola de petróleo del Prestige que muere sobre la playa. Corro tras el bicho, pero nunca lo alcanzo o, si lo hago, es peor, porque entonces debo aplastarlo y no soporto el crujido de su exoesqueleto bajo el zapato, ni la vista de su pulpa escapando por las roturas. Y su olor… Nunca he aspirado de cerca a una cucaracha como se huele una flor, pero sé que apestan a rancio, a aceite refrito, a cuero cabelludo humano vivo y sucio.

El psiquiatra Cienfuegos, que está curado de espanto no tanto por su profesión como por su avanzada edad, dictamina: «Fobia benigna», y me receta un ansiolítico suave, casi un placebo. ¿Benigna? Bien es verdad que no me pongo a gritar o a dar saltos ni a echar espumarajos por la boca como las histéricas de Charcot cuando veo a uno de estos bichos, pero seguramente mi sufrimiento no es mucho menor.

En una ocasión, el buen discípulo de Esculapio me recomendó al despedirme en su consulta, como en broma, que me comprara un escarabajo gigante en una tienda de fósiles y lo tuviera siempre a la vista, a ser posible fuera de la caja de cristal. Lo hice, me gasté una pastizara en un Ctenoscelis coeus de la Guyana, negro rojizo, un espécimen de siete centímetros, al que llamé «Escarabajo titánico». Era como una cucaracha descomunal. Con no poco asco, abrí la caja y lo deposité con cuidado en la palma de mi mano tomándolo por una pata. La ocupaba entera. Estaba seco, no pesaba, no sentí nada. Era como una figura de ensueño. Lo inserté en un relato y pareció alegrarse. Todos tenemos «ego», hasta los coleópteros.

Lo coloqué delante de mí en la mesa de mi escritorio, sobre un cuaderno de tapas forradas de seda blanca y dorada que compré a los turcos de mi barrio —Pedres i Teles— para aquel menester. Además de fóbica, fetichista, dirán ustedes con razón. Solía mirarlo de vez en cuando, cada vez con más simpatía, pero de poco sirvió, porque la siguiente cucaracha viva y grasienta que hallé en los aledaños del frigorífico me produjo arcadas, lagrimeo y ahogo. Al poco tiempo, me descuidé y el gato Manuelo, que tampoco es amigo de los artrópodos, destrozó al Ctenoscelis y, además, el hijoputa casi me estropea el teclado del ordenador con las cascarillas del caparazón del bicho, que se metieron entre las teclas. Hubo que sacarlas con pinzas de depilar.

Hoy he presenciado en el Mercado Central un espectáculo tan curioso como repugnante. A los compradores no nos han dejado acercarnos, pero hemos podido ver todo lo que sucedía al otro lado del cordón policial y hacer fotos con los móviles.

Yo había tenido ya barruntos de que iba a ocurrir algo desagradable desde que mi gurú Angelines me dijo algo al respecto, durante una sesión de yoga. Pero se conoce que, por lo que fuera, no le hice mucho caso. Recuerdo que fue referente a una noticia banal: la Unión Europea y la FAO habían dado vía libre a la venta de insectos para el consumo humano como «nuevo alimento». Dije «¡qué asco!», pero se me fue enseguida de la cabeza. En ese momento practicábamos la posición del «medio saltamontes» y yo estaba más pendiente de no hacerme un esguince que de pendejadas mediáticas. El nombre de aquella asana debió traer a su cabeza perentoriamente lo que acababa de decir sobre los bichos, porque no era dada a romper el silencio, levemente matizado con música tibetana, que acompañaba a nuestros ejercicios de hatha yoga.

Y he aquí que ahora estábamos asistiendo al embargo y desmantelamiento de un puesto situado en un cul-de-sac de la fresca zona de las pescaderías. Por los comentarios de la gente me enteré de que, desde hacía un par de semanas, podían comprarse allí larvas, saltamontes, grillos, orugas ¡y cucarachas!, no para comida de pájaros y mascotas, sino como alimento, o más bien manjar, humano. Recordé la información de Mari Carmen.

Una pareja de guardias de la policía local sacó de la trastienda una gran caja, que se desfondó en la maniobra. Una catarata de gusanos blancuzcos vivos inundó el pavimento y llegó hasta nuestros propios pies. Pensé: «Suspiria». Sentí crujir algo bajo las suelas de mis sandalias. Diversas exclamaciones y palabras malsonantes salieron de las bocas de los contempladores, cuyos pasos aplastaban sin querer a los insectos. Una señora mayor resbaló y no se cayó al suelo de milagro, porque se agarró a mi bolsa rebosante de tomates y cebollas moradas.

—¡Les hemos dicho que se retiren más, carajo, que no nos dejan trabajar! —exclamó de muy mal talante uno de los polis con ademán de empujarnos.

Se dirigía a los mirones que contemplábamos fascinados la operación, aunque estábamos situados con total obediencia detrás de la cinta blanca y roja, y merecíamos un respeto. A fin de cuentas, era nuestro mercado, y únicamente queríamos ver qué ocurría, tratando, eso sí, de no pisar las putas larvas.

Dos guapos barbudos con pinta de emprendedores, situados dentro de la zona del asalto, no paraban de protestar y de incordiar al sargento, o lo que fuera, que dirigía la operación. Por lo visto les faltaban no sé qué papeles de una Consejería, pero ellos repetían que todo estaba en regla y que su mercancía era tan legal como la que ya se podía adquirir tranquilamente en grandes almacenes como Carrefour. En esto salieron más alguaciles con bolsas de fina malla en las que había grillos y saltamontes, que provocaron nuevas exclamaciones entre el público. El tono de estas subió cuando una niña de unos cuatro años, con faldita de tul de color chicle y tocada con un gorrito con antenas de abeja, a caballo sobre los hombros de un joven en chándal, los señaló con el dedito y exclamó dando culaditas sobre los hombros que la sostenían:

—¡Papá, papá, mira, están vivos!

Algunos insectos se escaparon y echaron a volar sobre nuestras cabezas. El padre y la pequeña desaparecieron, mientras el grueso del público aguantaba estoicamente. Nos resistíamos a perdernos aquel espectáculo gratuito.

—¡Les digo que esta mercancía cumple con todos los requisitos sanitarios! ¡Casi toda ya está vendida a un restaurante! —protestó uno de los propietarios, muy cabreado, pero tratando de contenerse como le ocurre a cualquiera delante de un uniformado con pistola al cinto.

—¿Me dice que estos bichos vivos, a granel, van a ir a parar a las cocinas de un establecimiento público? ¿Y cómo sabemos que están en regla? ¿Dónde están los certificados y los sellos de Sanidad? —inquirió el guardia mientras sus subordinados continuaban sacando cajas y otros embalajes, cuyo contenido dejaba escapar un inquietante zumbido.

—Conocemos la directiva europea y todas las normas de la FAO. No hay ningún peligro para la salud. Ahora los cocineros tienen que congelar los que están vivos antes de cocinarlos, para que no sufran y para depurarlos —dijo el otro chico, que parecía el segundo de a bordo y se mostraba más apocado.

—¡Eso lo van a repetir ustedes en comisaría! —dijo el poli, mientras daba golpecitos en su cuaderno con el pulgar enguantado.

Por lo visto el problema era de burocracia sanitaria, más que nada, lo cual no acababa de explicar el cabreo de los guardias, que rayaba en el odio. Lo relacioné con mi aversión y me solidaricé con ellos. Si estaban bajo los efectos de la entomofobia, su irritación era totalmente comprensible.

—A ver, ¿cuál es el nombre del restaurante ese que dicen ustedes? —preguntó el sargento enarbolando la libreta.

No oí lo que dijo el interpelado y se lo pregunté a un señor que seguía a mi lado la peripecia con gran interés.

—Perdone, ¿qué ha dicho?

Tenía el aire de profesor universitario. Lo había visto antes comprando en un puesto de la pescadería un par de bogavantes vivos con las pinzas selladas, mientras yo me aprovisionaba de mejillones. Me había llamado la atención su aire décontracté, su ropa de marca algo gastada y sus pestañas de largos pelos en punta. Olía como las hormigas con las que yo, en el jardín de mis abuelos, jugaba de niña, cuando destruía los hormigueros. Tenía los ojos enormes como los de Jeff Goldblum, en La mosca de David Cronenberg.

—Pues creo que ha dicho «Makech» —me respondió el caballero gentilmente—. Creo que se refiere a una tasca muy peculiar, especializada en insectos. Hace unos días que la han abierto ahí al lado, en la calle de Zurradores, debajo de mi casa, y parece que van a morir de éxito, porque ya tienen cola, sobre todo a la hora de cenar…

—Vaya, no sabía…—y bajé los ojos ante su mirada, que la luz de la bóveda hacía parecer poliédrica y helada, mientras su boca esbozaba una hermética sonrisa.

—En Carrefour también venden —continuó con una voz cuyos armónicos chirriaban brillantes en mi cabeza—, pero poca cosa: barritas, aperitivos crujientes de grillos o alacranes y pastas hechas con harina de larvas. En definitiva, comida tan basurienta como las hamburguesas con patatas fritas. Sin embargo, hay un restaurante en Madrid, llamado Don Grillo, que es cosa digna de visitarse. Se lo recomiendo. Tienen gran variedad de especímenes y un gusto exquisito para prepararlos, singularmente unos gusanos de seda muy gruesos y crujientes que saben a nuez de macadamia.

—¿Los ha probado usted? Me refiero a los insectos. Parece muy ducho en la materia —aventuré como una palurda.

—Sí. No son cosa del otro mundo, créame, salvo en sus lugares de origen. Incluso los de Don Grillo, tan de moda entre los hipsters de medio pelo, son una farsa. En Bangkok probé por primera vez, por una apuesta, en una freiduría de barrio, unos escorpiones tostados buenísimos y crujientes. Su cola venenosa es lo mejor. Nunca he degustado nada más sabroso. Y en México, en Guerrero, tuve la suerte de que una familia nativa me invitara a comer jumiles vivos en fajita o en tacos con guacamole. Estaban de muerte.

—Viaja usted mucho, ¡qué suerte! Pues a mí todo eso me da muchísimo asco. Sé por Google que los insectos contienen buenas proteínas, omega 3, vitaminas B y no sé cuántas cosas más, pero prefiero a esos —dije señalando los magníficos gambones rojos, que relucían en un puesto cercano de la pescadería como un montón de rubíes.

—No hay tanta diferencia —replicó el caballero—. Lo que ocurre es que no está usted acostumbrada, pero si probara no sentiría la menor repugnancia. Los insectos comestibles tienen diferentes sabores, todos agradables. Es como los embutidos veganos, que no tienen ni pizca de carne y hay que ver lo ricos que están. La iniciativa de estos jóvenes promete, pero claro, se lanzan al negocio sin conocerlo y siempre les falta algún papel. Ya verá como dentro de poco tendrán mucha clientela y se verán obligados a dar número de turno como los charcuteros del pasillo central, y más tarde tendrán encargos con meses de anticipación.

Los polis retiraron del mostrador de mármol una gran caja de bichos negros escarchados que parecían salir del congelador de acero que se veía al fondo del puesto.

—Esas son cucarachas rinoceronte australianas —me informó mi compañero estirándose la manga de la camisa, por donde creí ver una garra peluda de notable delgadez.

—¡Acojonante! —exclamé ante la enormidad del nombre y del aspecto de los ejemplares. ¡Cucarachas, por dios santo! ¡Tan grandes como mi Ctenoscelis coeus!

—En realidad son escarabajos. No es fácil encontrarlos y el caso es que aquí están a buen precio. Me llevaría unos cuantos para el aperitivo, pero como de momento están incautados… Bueno, señora, encantado de haberla conocido. ¿Vive usted en el barrio?

—Sí, en la calle de Cadirers. Me llamo Mariposa; en realidad, María Ferrer i Posa. Mariposa es un mote amistoso.

—Lucio Colmenar, para servirla. También las mariposas están buenas, sin alas, claro, pero éstas se pueden utilizar para adornar el plato, como hacen en Birmania. En Madrid son un plato estrella: «Morfo imperial». Bueno, me marcho antes de que estos —los bogavantes, que me mostró entreabriendo la bolsa—, se deshagan de sus grilletes de plástico y me den un buen pellizco.

—Adiós, señor —dije presa de un ligero mareo.

—Hasta la vista, que usted lo pase bien. Cuando se decida a entrar en el mundo de los insectos, no olvide buscar larvas de Tenebria hecatea, doña Mariposa. Tienen un saborcillo especial que le encantará.

Se alejó con sus bogavantes cautivos a grandes zancadas mientras una nube oscurísima apagó el cielo antes azul claro de la cúpula de cristales. Yo también me fui, temiendo que estallara una tormenta o algo peor sobre el mercado.


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