Es madrugada en el centro de Barcelona. Los héroes han muerto. El dragón ha ganado.
Un tipo con chaqueta roja vomita. Ese tipo soy yo y veo estrellarse contra la acera litros de cerveza, sudores internos y despojos de dúrum a medio digerir. Flota mi ansiedad descompuesta entre bilis, anhelos pútridos y salsa de ajo. Sólo el maíz está intacto. Sólo el maíz.
La desesperanza expelida se traslada a favor del desnivel del suelo rumbo al sumidero. Somos eso: un rebaño de mierda siguiendo una senda trazada hacia cualquier cloaca. Ahí es donde se despeñan nuestros momentos de lucidez creativa mientras en un altavoz suena Brown Sugar.
Lo mejor de la noche me cabe en un bolsillo: un ejemplar de El amante, una duodécima edición en castellano, traducida por Ana María Moix. Lo mejor de la noche es el dolor, la pasión y los celos.
El viejo librero me habla de unas putas que leen, y explica que una vez le compraron un libro cada una, y que desde entonces regresan todas juntas a cambiarlos con frecuencia como si fueran envases retornables. El librero me cuenta que una de ellas sólo lee ensayo. Yo las imagino cansadas y tristes como las palabras que horas después acabaré vomitando. Quiero creer que mi ejemplar de El amante perteneció durante algún tiempo a una de esas putas, a la más virginal.
El ardor lacrimoso hace que me frote los ojos, cada fricción es un recuerdo espeso, una foto movida que no me aclara demasiado cómo he ido a parar hasta allí, piezas de un sueño árido que cae al vacío de la nada desde mi laringe y lo hace con presión como si se me hubiera reventado una tubería en el alma.
Una mujer orina entre dos coches, se baja las bragas y le veo el sexo, la miro con fijeza ebria, ella no parece sentir ningún pudor, también me mira, y puede que sepa que no estoy vivo, que soy uno de los hijos de Pasavento, que me mató la droga y que únicamente me revelo en los bares los días de borrachera. Quizá sólo ella pueda verme. Ella y los camellos que me dan resuello póstumo.
La sigo mirando y soy capaz de recordarla unas horas antes, desbocada en la fiesta, convertida en una metáfora de su trabajo yendo de aquí para allá como un villano en los puños de Bud Spencer. Al volver será abordada por un morenazo poseedor de lo último en peinados de la estratosfera, un comercial de un gran grupo editorial, un tío con sueldo bajo, labia y mano izquierda. Y ya no podrá ver esa mujer nada más que una maraña de embustes vanos y trucos para llenar la mesa de novedades de cualquier Casa Del Libro, convertidos en armas de conquista para la ocasión. Y todos los verán besarse y entenderán la trampa y el consorcio.
No les importa si te culturizas o no. No es nada personal, sólo quieren tus veinte euros.
Y allí estaba el corrector de estilo de Boris Izaguirre, dándolo todo, elevándose ante escritores mediocres que se saludaban como si fueran generales de la Wehrmacht. A pocos metros de ellos, un negro egocéntrico le hablaba en la distancia, algo exaltado y en lenguaje de sordos, a su editor, reclamándole el último cobro, a la vez que todo el mundo, de espaldas al negro, besaba la mano del firmante deshaciéndose en elogios ante su pluma.
Y no estoy seguro de que sólo sea esta ciudad. Puede que sea el mundo entero. Y si yo estaba allí es muy probable que hubieran dejado entrar a cualquiera, porque también vi a un representante de la izquierda radical bebiendo ginebra de marca pagada con tarjeta de crédito, una redcard, quizá, pero de un rojo que nada tiene que ver con el de mi paladar de niño pobre ni con el de mi chaqueta.
De pronto Carlos Zanón entró en la sala y caminó despacio y seguro como Sterling Hayden en La jungla de asfalto, pero mis ojos lo miraban más allá queriendo yo parecer un cuentista estilísticamente reconocible al uso de Pedro Zarraluki; y que los suyos, sus ojos, fueran los de Enrique Vila-Matas y me miraran desde abajo con la literalidad con la que miran en las solapas de sus libros. Lo vi, a Zanón, y quise haber estado en Capri con él. Quise que fuera mi amigo y me invitara a un trago. O ¡qué coño!, que los tragos los pague el antisistema con su tarjeta roja —eso pensé en ese momento— pero no fue así: Johnny Guitar me saludó y observó mi esqueleto lúgubre pero no mi alma de fantasma invocando estilo; luego se perdió en la maraña de gente de letras, todos muy talentosos y destilados, tanto que deseé atracarlos, darles caza y arrancarles la existencia de manera brutal, a lo Virginie Despentes.
La izquierda radical acabó pagando los tragos de un periodista con renombre y carrera en el mundillo, que puede que sí, que una noche de juventud, después de fumarse unos porros, llegara a pensar cuánto merecía la pena cambiar el mundo, aunque fuera por una noche. Pero veinte años después de esa noche sólo le quedan diez de hipoteca. Hace unos meses que le han dado un cargo de dirección en un área de crowfounding artístico subvencionado por Caixabank, solo unos meses desde que pasó a estar en nómina del banco. El hombre narró, sin pudor, ante el revolucionario, que se había comprado un monovolumen y que acababa de apuntar a sus hijos a clases de vela.
Los pasos de los demás también eran seguros, nada que ver con los míos; mis pies daban pasitos temblorosos parecidos a los de mi padre en busca del cortejo festivo de Paloma Picasso. Así llegué al convite, muerto de hambre y emociones. Pero nadie hablaba en francés, no daban canapés ni invitaban a champagne. Ni mucho menos a cocaína, como yo quise esperar. Tampoco había camisetas de Marx o del Che, ni de Ubre Blanca siquiera, no se confundan, el radical vino solo.
Los más rebeldes vestían sedas de cien euros y botes enteros de laca fijadora, en eso sí eran un poco Gauche Divine, pero con ciervos y otras gilipolleces de naturaleza urbanita. Creo que fue Cioran quien dijo que Rumanía era una especie de España pero sin siglo de oro, eso le faltaba a esta horda divina para ser la crème de la crème, un Gil De Biedma por el que mereciera la pena recordar sus fiestas.
No sé quién me pasó el pico ni si vi al dragón antes de chocar con él. Lo que sí recuerdo es que lo pagué. También que vi a Víctor Amela caminar por la alfombra estrellada de Òmnium Cultural, un saltimbanqui picassiano elegido por los visitantes de una página web le sostenía la cola de la capa al subir los peldaños, tal y como yo se la habría sostenido a Antonio Soler, o a cualquier otro sureño de los que se han atrevido a escribir con distancia acerca de esta ciudad mezquina.
Y otra vez el dolor, la pasión y los celos. Y el sabor austero de la miseria añeja. No conozco nada en mí más viejo e incurable que mis miedos. No hay mejor forma de entender lo derrochado que sentir la propia vanidad agonizando.
Escribo por despecho, sí, soy así: sórdido y cicatero. Escribo para demostrarle algo a alguien que una vez me miró mal. Escribo para descargar mi frustración y repartir culpas entre vidas igual de miserables que la mía. Para eso escribo, para inventar mundos sobre los que vomitar todo lo que me supera. Y el que no lo haga por ese motivo estará tan muerto como yo. Como este texto y sus héroes. Como las pieles que se dejó el dragón en cada batalla ganada. Así de muerto, como el halo virginal de las putas lectoras. Como Las bailarinas muertas. Como los hijos de Vila-Matas. Como la niñez de Margueritte Duras.