Consumar

Reflejos


Desde luego, aquella era una ocasión especial. La Carol llevaba una cogorza de aúpa y yo sabía que sólo me estaba mirando con hambre porque llevaba una cogorza de aúpa. Porque una mujer como la Carol jamás se hubiera fijado en un tipo como yo en caso de estar sobria. Los tipos como yo nos conformamos con buenas mujeres, sencillas, bonitas a veces. Pero la Carol pertenecía a otra clase de hembras, esas que ves en el cine o de la mano de un ricachón bajando del yate o del Maserati.

Yo soy lo que soy, y digo “aúpa” aunque sea una expresión desfasada. Queda ridículo, hoy en día, que uno diga que una mujer está de aúpa. Vivimos tiempos de disimulo. Hoy, cuando recuerdo aquella noche, me siento viejo, qué le voy a hacer. Y no es que haya transcurrido mucho tiempo, no es eso. Tenía entonces treinta y siete años; ahora no tengo los cincuenta todavía, aunque me parece que ha pasado una eternidad desde entonces.

En ocasiones pienso que aquel lugar no pertenecía a este mundo, que todo ocurrió en un sueño; y que, si no era un sueño, se le parecía mucho. Sí, muchas veces, cuando hablamos, decimos “el mundo de los sueños”. ¿Cómo llamaría yo al mundo aquel en el que la Carol, esa mujer de aúpa, me miró con hambre? Y no sólo me miró, para mi desdicha. Porque no he podido dejar de pensar en aquella noche y aquel amanecer en una playa idílica, de esas que no existen en mi mundo, con un amanecer insólito de fuego, y con sus manos en las mías después de consumar el acto. Porque consumamos, vaya que sí. Luego, perdidos en aquel amanecer que incendiaba un horizonte infinitamente curvo, con mi brazo en su talle, sintiendo su respiración todavía entrecortada, me dije por primera y última vez que era un tipo cojonudo y afortunado, que me merecía a la Carol y despertar todos los días en aquella playa blanca de aguas turquesa y espuma pequeña. Ah, el rumor de la espuma aquella noche, ¡los ángeles no le cantarían mejor al Señor, allí en el Cielo! Y la respiración de la Carol, la bella, inconmensurable Carol, apaciguándose en mi pecho hasta que se quedó dormida.

Así permanecimos un tiempo, horas, hasta que el sol lo doró todo y despertó a la Carol.

Fue, el suyo, un despertar sobresaltado, porque cuando abrió los ojos lo primero que vio fue mi rostro. No, no olvidaré esa noche. Ni la expresión de horror de la Carol que, sin duda, se daba cuenta de que había consumado conmigo… mejor dicho: con un tipo como yo. En fin, ha pasado el tiempo. Soy consciente de que aquella mujer de aúpa se me arrimó porque andaba muy colocada. Ha pasado el tiempo, sí, pero sólo tengo que cerrar los ojos para sentirme allí, en todos y cada uno de los instantes de aquella velada y de su amanecer hechizado. Todos y cada uno de los instantes, que no voy a desvelar porque soy un caballero. No, seamos sinceros, no los cuento porque nadie me creería, pensarían que estoy loco o, peor todavía, que me quiero echar pisto ¡a estas alturas! Bah, tampoco se debe decir ahora eso de “echarse el pisto”. Pues bien mirado digo lo que me da la gana: “¡Fue una noche pistonuda, qué caramba!”.

Por supuesto, no la volví a ver. Creo que cogió el primer avión que encontró para alejarse todo lo posible de mí y del recuerdo de aquella consumación tan vulgar para ella. Bueno, mejor dejo de pensar en aquella noche. He de hacer propósito de olvido. Como lo he hecho tantas veces y tantas otras he fracasado, tan grabadas llevo las imágenes de la lujuria en el alma.

Ya están las hojas en el cubo. Todo barrido. Cada otoño igual, los chopos de la entrada se desnudan y alfombran el convento de tonalidades ocres y rojizas. Ingresé aquí poco después de aquella consumada noche porque sabía que la vida no me iba a ofrecer nada mejor. Me dolía el alma, que es una cosa que cuando duele nos desespera. Y mi desesperación era de las más ciertas: ya no esperaba nada, lo mejor de mi vida quedaba atrás. Pero me persigue el recuerdo, las imágenes endiabladas de su cuerpo, el vértigo de su movimiento… Seguro que aquella noche me costará el infierno. Incluso allí, entre los tormentos, recordaré a la Carol. Con la esperanza de que el diablo la lleve allí a sufrir terriblemente consumando conmigo. Para siempre, amén.