Con un lápiz en la mano

Perplejos en la ciudad


Le gustaba hacer ver que dibujaba o escribía en la mesa de un bar como si estuviera actuando en un teatro, para llamar la atención de algunos clientes, sobre todo de aquellos que le resultaban más simpáticos.

Al dibujar o escribir así, a la vista del público, podía mostrar su soledad sin que nadie adivinara su verdadero propósito; sin decir abiertamente que estaba solo y abandonado en la vida.

Ponía una hojita de papel sobre la mesa del bar y, con un bolígrafo o un lápiz —le bastaba un trozo de lápiz—, dibujaba algo abstracto o escribía una frase, un verso. Movía la cabeza y miraba a lo lejos buscando inspiración, gesticulaba con el pequeño lápiz entre los dedos, seleccionaba gestos delicados como si quisiera mostrar en público sus sentimientos poéticos, sus sensaciones de artista, pero de forma velada. Así iba exhibiendo su soledad, su fragilidad en medio de este mundo. O por lo menos, esto es lo que él creía al hacer aquella representación: era un artista que necesitaba protección, un poeta que se refugiaba en un rincón del bar en busca de musa y compañía.

¿Era esta comedia una acción de demanda, un gesto de requerimiento amoroso disimulado, una plegaria escenificada?

¿Un grito callado en el vacío, un grito de socorro disimulado en el interior de un bar?

¿Acaso creía que si se fijaban en él y miraban con atención cómo dibujaba en la mesa del bar, con un lápiz gastado en la mano…, o haciendo ver que escribía…, acaso imaginaba que con esta representación el público asistente se interesaría por él, por su vida, por su obra, y que tal vez algunos de los clientes, los más simpáticos, comenzarían a quererle un poco más?

¿Acaso había alguna palabra o alguna mirada ajena que pudiera redimirlo de la realidad, como si fuera una limosna?

¿O era tan sólo un humilde farsante del alma?