Claudia

Alucina, vecina

Ella era mi amiga número uno. La conocí en una empresa de telecomunicaciones donde trabajamos por primera vez. Salíamos de vez en cuando contra viento y mareas. Ya saben: café, copas, cenas, conciertos, lo que se terciase, pues con veinte años el tiempo se detiene en un punto de luz y es interminable. Estábamos en la flor de la vida. Todo nos quedaba bien y Claudia, además, poseía el extraño don de una belleza infinita y perturbadora que paraba la circulación. Le gustaba coquetear y tuvo muchos novios; ninguno le llegaba a la rodilla.

Claudia, alta y etérea. Inalcanzable y ágil cuál gacela. La flor del barrio alto de una ciudad de provincias. Claudia enamorada. Claudia con chicos mal de casa peor. Claudia de corazón errante y dorado. Claudia nunca se quedó con ninguno de aquellos hombres en ciernes. Claudia era pura veleidad veinteañera.

Pasó el tiempo, la vida dio sus vueltas al sol. Claudia estudió idiomas, viajó, regresó a la ciudad al cabo de unos años y me buscó. Recordamos viejos tiempos y lloramos a moco tendido, pañuelo en ristre y corazón de plata. Durante un tiempo salimos todos los sábados. Recuperamos de algún modo la antigua rutina de las palabras y las tardes cafeteras. Regresamos a un espacio conocido, el espacio de las almas incomprendidas y rebeldes que se reconocen. Mi vida no había sido gran cosa. Trabajar, casarme, dar al mundo un hijo, divorciarme. Todo demasiado convencional para mi carácter soñador que prometía la gloria.

Claudia se mostraba siempre dispuesta a verme. Tenía un carácter afable, aunque algo mandón y posesivo. Nunca era puntual, y cuando yo, en raras y excepcionales ocasiones, me retrasaba cinco minutos, me lo recriminaba y se ponía como una fiera olvidando sus eternas y propias impuntualidades. Por no decir que en ocasiones perdía los papeles.

Una tarde de mayo aparecí con otra amiga a la cita con Claudia. Percibí en el acto que no le había hecho mucha gracia, máxime cuando llevábamos un retraso de diez minutos dando por supuesto la habitual demora de Claudia. Esa tarde me equivoqué, pues había llegado incomprensiblemente puntual a nuestra cita, y su reacción fue la venganza; se empeñó en tomar algo en un lugar que yo detestaba. Una venganza pueril y niñata que ensombrecía poco a poco su aura de gacela. La tarde transcurrió bastante desordenada y me sentí continuamente atacada con las ya descaradas puyitas de Claudia hacia mí. Así las cosas, seguimos quedando a menudo, hasta que un día el asunto estalló de veras. Claudia se mostró verbalmente agresiva y descargó su ira sin ambages. Se comportó como un novio ofendido y celoso ante mi carácter libre y sin ataduras.

Un lunes, a las seis de la mañana, lo vi todo claro. Me desperté incómoda y desasosegada por la discusión de la semana pasada. No me sentía bien desde el último encontronazo con Claudia. La relación amistosa se había tornado en toxicidad malsana.

En un amor posesivo y absorbente que no me daba tregua. Claudia enamorada,  obsesionada, perdida de celos. ¿Debo seguir con estas citas que yo creía libres de este sentimiento atroz por parte de la flor del barrio alto?, ayúdenme, lectores. Su opinión me es imprescindible.


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