En las tardes de invierno suelo recalar en el sótano de la Clínica del Remedio, que es una clínica privada, frente al quirófano del doctor Cabrera, especialista en cirugía vascular. No hay lugar más cálido y acogedor para echar una siesta, arrebujado en mi chaquetón de pana, con la gorra calada hasta las orejas, y rodeado por señoras que esperan su turno para operarse de varices. Algunas van acompañadas por sus maridos. Otras se traen a sus hijas o al yerno, que gastan la tarde en la cafetería hasta que la intervención acaba. Es una operación sencilla. La suegra sale por su propio pie y el yerno o el marido se la llevan hasta la próxima cita, porque primero se les opera una pierna; luego, la otra.
Hay pocos hombres operados de varices. Quizá porque no son proclives a ellas o porque, si lo son, las disimulan bajo la pernera del pantalón. Se lo comenté al doctor Cabrera un día de poco trabajo, entre intervención e intervención, cuando se sentó a mi lado y me preguntó por mi presencia allí.
—Me gusta pasar la tarde en su sala de espera —me justifiqué—. Fuera hace frío y las conversaciones de bar no me interesan. Siempre están hablando de fútbol, ¿sabe? Prefiero charlar con las señoras, tranquilizar a sus maridos, que suelen ignorarlo todo sobre el tema, y animar a sus hijas y parientes. Les distraigo con las historietas que he ido aprendiendo a lo largo de los años… Creo que mi cháchara les hace bien.
El doctor Cabrera me hizo pasar a su despacho, nos sentamos, me ofreció un coñac y me animó a continuar con mi labor terapéutica.
—Hay que dinamizar este asunto —me dijo—. Usted puede ayudarme a concienciar a los maridos para que también se operen. Las pantorrillas y los tobillos hinchados no son exclusivos de las mujeres, pero ellos son unos cobardes. ¡Y no hay derecho! Ellas, tan decididas; ellos, tan esquivos. ¡Hay que mejorar el rendimiento de este quirófano y el bienestar de tanto marido varicoso! La intervención es muy provechosa: se desbloquean las válvulas de retorno de las piernas y se consigue que la sangre se eleve hasta el corazón, venciendo la fuerza de la gravedad.
Aquella jerga científica me inspiró. ¡La clave está en el desbloqueo de las válvulas! —pensé—. ¿Qué caballero en su sano juicio no desearía que le desbloqueasen las válvulas de retorno? Improvisé cuatro ideas al respecto y acordamos que el doctor me compensaría con quinientos euros por cada nuevo cliente que lograra.
—Lo que usted les diga, no me importa —afinó el doctor—. Al fin y al cabo, usted no es más que un paciente conversando con otros pacientes en la sala de espera. Les cuenta su experiencia y los convence de lo que más les conviene. Tras la operación, esos maridos no tendrán más punzadas, calambres ni picores en las piernas. Quinientos euros por paciente. ¡Hagámoslo por el bien de la ciencia y de la salud masculina!
El reto lo superé con creces. Solo tuve que relacionar el reflujo sanguíneo de las piernas con las deficiencias del miembro viril de los maridos, de las que nadie queda libre después de los sesenta.
En cuanto las señoras entran al quirófano, yo me entretengo en explicar a sus parejas la asombrosa mejora que experimenté en mi sexualidad tras haber sido operado.
—La cirugía se limita a desbloquear las válvulas de retorno. ¡Ahí está la clave! Porque la falta de riego sanguíneo, esa sangre que permanece encharcada en la parte baja de las piernas es, precisamente, la que con mayor urgencia necesita el miembro viril para recuperar su turgencia. No más pastillas, revistas porno ni esfuerzos de imaginación. Opérese de varices y dejará de añorar el grosor y la rigidez que recuerda de su juventud.
Después, para remachar el clavo, recojo con las dos manos el paquete de mi entrepierna y alardeo del volumen que ha adquirido mi sexo tras la supuesta operación. Para eso llevo un pantalón de chándal que se presta muy bien al engaño.
—Usted también podrá lograrlo, caballero —insisto, sugiriéndole que me acompañe al lavabo para enseñarle la tumescencia de mi cipote. Ni que decir tiene que ninguno accede, pero mis palabras y habilidad gestual consiguen hacer mella en mis oyentes.
Con las propinas ya he conseguido un nuevo frigorífico y un robot eléctrico que me limpia el piso mientras paseo mi oratoria por la sala de espera de la Clínica del Remedio. Con un paciente más, me compraré la Thermomix.