Muerte de panadero

Por la orilla

 

Al principio los cortes de luz se sucedían sin aviso. A veces una hora, otras, cinco. Una semana más tarde se oyó una explosión lejana. Desde entonces no había electricidad, en ningún horario.

La telefonía móvil funcionaba, pero las baterías se descargaban rápidamente. La falta de noticias empezaba a ser agobiante.

Todo tipo de ideas, teorías y conspiranoias campaban entre la población.

El cura, con una patata, una cebolla, lejía y un poco de agua bendita, había construido una especie de generador. Producía 426 miliamperios. Con ellos, y tras diez horas de carga, se conseguían cinco minutos de conexión.

Navegar entre comunicados pseudoficiales y una maraña indescifrable de informaciones contradictorias, solo proporcionaba más confusión.

El presidente había muerto, según unas fuentes. Otras afirmaban la desaparición de todos los mandatarios mundiales. Pero lo que más se repetía, mucho, diríamos que de una forma viral, era que morían los panaderos.

Facundo, por su oficio, estaba muy preocupado con estas especulaciones, como es lógico. Sus conocidos lo animaban, sin demasiado éxito, para que continuase su buena labor. Hacía ya dos meses que había conseguido poner en funcionamiento el viejo molino del río. Reía cuando recordaba la función de atracción turística del derruido edificio. Cocía en un horno de leña, adaptado a partir de un cuenco de Pereruela que servía de adorno publicitario en el escaparate de su pequeña panadería. Le gustaba imaginarse como uno de los héroes que salvaron a la humanidad del apocalipsis.

En los últimos días no se encontraba bien, y aunque nunca había sido aprensivo, no conseguía zafarse de la idea, carente de toda base, de la muerte.

Era un tipo inteligente, y razonaba como tal. Si bien no había electricidad en su zona, sí que debía haberla en otras, ya que funcionaba la telefonía móvil. Bueno, las llamadas no, pero existía Internet… Esto implicaba que en lugares no excesivamente lejanos, la energía eléctrica fluía con normalidad… y cierta normalidad fluiría por el mundo…

Pero no era cierto. Muchos nodos de telecomunicaciones y los gigantescos repositorios, eran alimentados por grandes pilas, acumuladores y, en algún caso, generadores autónomos. Las antenas de transmisión se abastecían con placas solares. Todo esto creaba la ficción de que aún existía la civilización tecnológica.

Facundo empezó a comprenderlo al observar la repetición de párrafos completos en las noticias de actualidad. Solo había «novedades» en las redes de mensajería… Las demás, poco a poco, empezaron a no estar disponibles.

Casi una década de uso y abuso de los algoritmos del Big Data, mantenía una corriente continua de información y análisis desde los grandes depósitos informatizados. Las inteligencias artificiales que los manejaban sostenían esa apariencia de realidad, falsa.

Empezó a plantearse preguntas: ¿Desde cuándo ocurría esto? ¿Cuánto tardaría en acabarse aquella simulación? ¿No sería todo consecuencia de la velocísima evolución del pensamiento sintético, de las efervescentes tecnologías digitales y sus flujos y reflujos de datos? ¿Y esa evolución tan rápida habría llegado a su fin, a la extinción virtual del paradigma electrónico?

Cansado del enorme esfuerzo mental que le supusieron estas reflexiones, se durmió. Soñó con una catarata de líquida frescura que derramaba su espuma sobre unas negras rocas desgastadas bajo la blanca cortina. Se acercó para tocarla y descubrió que era sólida. Rígida. Inmóvil… Sí, parecía que caía el agua sin pausa. Pero no. El movimiento no existía. Era una ilusión de pétreas imágenes, de brillos y sombras en perfecta e hierática pose.

Despertó sudoroso, como mojado, solo para comprobar que ya estaba muerto. ¡Coño, razón no les faltaba! —pensó su mente inane, abatida sobre la harina—.

 


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