Hace tiempo que sentía curiosidad por visitar el Cementerio Inglés de Málaga, sobre todo por su significado e historia, ya que fue el primer cementerio protestante que hubo en España. Fundado en 1831 por el cónsul William Mark, quien estaba muy apenado por la forma en que se enterraba a los ingleses, pues era un problema sobre todo para los vivos, si en esa época se moría un no católico en la ciudad. Los fallecidos tenían que ser enterrados en la playa con los pies hacia adelante y la cabeza hacia el mar, siempre a la “mortecina hora de la medianoche”, alumbrados con antorchas y con vigilancia por parte de las autoridades locales para que se cumplieran las normas.
Antes de ser cónsul, William Mark había vivido ocho años en Málaga y en cada enterramiento de un compatriota se le “helaba la sangre en las venas” y sentía una gran desazón. Nombrado cónsul en 1824 y tras años de ardua lucha, pudo inaugurar el cementerio.
Anteriormente había leído algunos comentarios elogiosos de este recinto, pero ahora todo está bastante abandonado. Casi lo único que se conserva bien es la capilla de San Jorge, un templo dórico tetrástilo, realizado en piedra arenisca y construido para atender las necesidades espirituales de los ciudadanos británicos de la época y que, en el momento de mi visita, sigue en uso.
Desde luego, existen lugares que recuerdan historias emocionantes, como las de las tumbas cubiertas de conchas marinas, o la del monumento dedicado a los marinos de la fragata alemana Gneisenau, que naufragó al encallar en las costas de Málaga en 1900, y muchas otras.
Las sencillas tumbas de Gerald Brenan y su esposa Gamel Woolsey me sobrecogen y, como están cerca de nuestro poeta Jorge Guillén, no puedo menos que recordar algunos de sus versos.
Duermes. Mi mano toca sueño. Duermes.
Gozo de tu inocencia confiada,
de tu implícita forma en esa noche
que hace tan suya con amor la mano.
Aquí hay enterrada mucha historia, que hace de este recinto algo especial, lo que acrecienta mi desconsuelo por tanto abandono.
Antes de irme, me detengo en una pequeña tumba, que quise dejar para el final, ya que sería como decir «¡hasta siempre!». Es la tumba de Violette y en ella hay una inscripción en francés: …ce que vivent les violettes. Y las fechas: 24 de diciembre de 1958 y 23 de enero de 1959. Solo está su nombre, sin apellido, y no menciona la ciudad. Sorprende la falta de datos, pues es como un mensaje que nos quiere indicar que la niña solo anuncia su paso fugaz por esta vida, tal una violeta.
María Victoria Atencia le escribió un poema en 1961: Epitafio para una muchacha, que leo en una placa de bronce colocada muy cerca de la tumba.
Porque te fue negado el tiempo de la dicha
tu corazón descansa tan ajeno a las rosas.
Tu sangre y carne fueron tu vestido más rico
y la tierra no supo lo firme de tu paso.
Aquí empieza tu siembra y acaba juntamente
—tal se entierra a un vencido al final del combate—,
donde el agua en noviembre calará tu ternura
y el ladrido de un perro tenga voz de presagio.
Quieta tu vida toda al tacto de la muerte,
que a las semillas puede y cercena los brotes,
te quedaste en capullo sin abrir, y ya nunca
sabrás el estallido floral de primavera.
También aquí la tarde se va y hace un calor inoportuno, extraño, fuera de la razón en diciembre, aunque estemos en la Costa del Sol.
Al salir, recuerdo a Bécquer: ¡Qué solos se quedan los muertos!