Querida Olivia, ha llegado a mi conocimiento tu cambio de domicilio y que a partir de ahora vas a vivir en el Cielo. Confío en que a mí también me den el visto bueno para quedarme ahí arriba cuando me toque, así podré tener la oportunidad de conocerte en persona; aunque va a ser complicado porque no se puede decir que haya hecho muchos méritos para que me admitan. No obstante, como aquí abajo tampoco se está tan mal, las cosas como sean, espero que mi traslado suceda dentro de varios años. Mientras, seguiré puliendo el trabajo dedicado a contar tu vida y milagros en el mundo del cine. En dicho trabajo no citaré a la víbora de tu hermana Joan (Fontaine). Lo de víbora es una expresión coloquial, sin mayor trascendencia; como la que se utiliza para aludir a la madre de alguien en un intercambio de opiniones, sin que deba tomarse al pie de la letra.
Joan debería haberse sentido feliz toda su vida por el óscar ganado por Sospecha, mucho antes de que lo ganases tú. Teniendo en cuenta que entre las candidatas estaban Bette Davies, Barbara Stanwick y tú, pues ya me contarás si no era para darse con un canto en los dientes. Cuando pretendiste felicitarla al ir a recoger la estatuilla, te ignoró: ni en un momento de gloria, con el añadido morboso de tu decepción por no conseguir lo que también anhelabas, pudo evitar que le saliera su verdadera manera de ser. En plan más anecdótico, incluso superficial, solo por el hecho de haber servido de percha de aquel jersey abierto con botones, que a partir de entonces se conoció como rebeca, ya debería sentirse contenta de por vida. En España hizo furor, hasta el punto de que, por ejemplo, entraba una madre con su hija en una tienda de «tejidos y novedades» y compraba una rebeca para ella y una rebequita para la niña, que, a lo mejor no era tan niña y tenía unas tetas más grandes (expresión coloquial) que las de su madre.
Puede ocurrir que te encuentres con Jack, el jefazo de Warner Bros, al que demandaste por abuso de contrato. Fue lo nunca visto: ganaste el juicio, las apelaciones y Warner y todos los jefes tuvieron que aceptar que se había terminado la era de los contratos de siete años, prorrogables unilateralmente a voluntad del estudio. Te confieso que no tenía ni idea de este proceso, al fin y al cabo tenía cuatro años cuando pasó y aunque leía con cierta soltura estaba más por los tebeos y los cuentos. Años después me di cuenta de que en tu filmografía había un lapso de tres años sin hacer cine y que, transcurrido el mismo, trabajaste para otras productoras, como si fueras lo que ahora llaman un agente libre. El caso es que me enteré de las consecuencias de que lo demandases: dos años de suspensión de empleo y sueldo y prohibición de trabajar en otro estudio. Pero estabas harta del tipo de guiones que te proponían y los rechazabas. Ofrecer a una estrella papeles en películas mediocres era una estrategia habitual en los grandes estudios, bien lo sabes, cuando querían quitarse de encima a determinados intérpretes a los que ya consideraban conflictivos o, incluso, «veneno para la taquilla». La lucha encarnizada para defender tus derechos y los de tus colegas valió la pena, aunque profesionalmente nada volviera a ser igual a partir de entonces. Sin embargo, te permitió hacer películas mejores y, sin pretenderlo, convertirte en un ejemplo para quienes eran víctimas de semejante injusticia. La recién bautizada «Ley de Havilland» impidió a partir de entonces esas prácticas abusivas.
De lo mucho y bueno que hiciste, me quedo con Murieron con las botas puestas, de Raoul Walsh, una de mis películas predilectas. ¡Qué buena pareja hacías con Errol Flynn! Era un contraste de caracteres muy fuerte, pero se notaba el aprecio mutuo y quizá algo más, tú sabrás, aunque supongo que a Errol lo calaste desde el primer momento, porque aunque muy jovencita, viste claro que era un bandarra. Inteligente, decidido, generoso y encantador, pero un bandarra. Lo vuestro en la pantalla era eso que ahora califican como química. Seguro que te lo vas a encontrar ahí arriba porque muchas de las tropelías que le adjudicaron eran cosa de otras personas: falsos amigos por los que dio la cara y ayudó a progresar y luego le traicionaron cuando los necesitaba, como Bruce Cabot (el protagonista de King Kong), un verdadero miserable.
La primera vez que te vi fue en La heredera, en un papel que bordaste por la manera de adaptarte al personaje, física y emocionalmente, haciendo comprensibles las razones del padre de Catherine, un excelente pero muy borde Ralph Richardson, al considerarte un mirlo blanco para un experto cazadotes. No tomes en cuenta que no quedara prendado de ti, Olivia; un niño no se enamora de un personaje así. Tuvo que suceder más tarde, viendo reposiciones o incluso estrenos de películas que llegaban tardíamente a España como Robin Hood. Cuando en 1950 estrenaron en España Lo que el viento se llevó, tu marido en la película, Leslie Howard, ya llevaba muerto siete años. Cuando la pude ver por primera vez, ya en los años 70, en una reposición con honores de estreno, habían muerto casi todos los que intervinieron en ella.
De las vistas en su momento, te recuerdo sobre todo en No serás un extraño, un melodrama médico con un reparto estelar, con Robert Mitchum y Frank Sinatra, cuando todavía hacía películas y no chorradas. De todas formas, desde el traslado a Francia, la boda y el nacimiento de tu hijo ya no te prodigabas mucho en la pantalla.
Volviendo a lo esencial: como no sé cómo están las cosas ahí arriba, si ves que San Pedro se pone en plan borde en algún momento, no te aflijas; les pasa a muchos tipos cuando los ponen de porteros, sea en una discoteca o en el Cielo: se vienen arriba y se creen más de lo que son. Si es necesario le montas un pollo, como hiciste con el Jack Warner o, sin ir tan lejos, con el botarate que puso en tu boca lo que no habías dicho. Eneste caso, no ganaste el juicio, pero ten en cuenta que hay jueces que son más tontos que Abundio. Procura, eso sí, no negarle tres veces a San Pedro lo que pregunte, no sea que se piense que te estás pitorreando de él.
Por cierto, Olivia, si ves a Esther Williams o Audrey Hepburn les das recuerdos y les dices que no me olvido de ellas y que ya les escribiré.
Hasta tarde, que yo también quiero llegar a los cien, si es en tan buena forma como tú.
Euge, cinéfilo no mitómano