Ayer, Camille llegó muy tarde a casa; se entretuvo vagando por las calles que en la ciudad permanecen desiertas de nueve de la noche a nueve de la mañana por el temor a la helada de todos los habitantes, menos de los noctámbulos impenitentes y los niños.
En ese vagar que ya es costumbre y necesidad arraigada pensó Camille en lo que no se estila, cayendo en la cuenta de que la balanza se inclina demasiado hacia el desastre del olvido de todo lo que posee encanto y dinamismo.
La casa de Camille es amplia y verde como la esperanza que nunca la abandona, y en sus rincones se respira una atmósfera a papiro y estantes con objetos deliciosos que, según las modas, ya no se estilan y la gente arroja a los contenedores, en apresurada huida hacia un mundo cargado de digitalidad y de botones.
Muchos de estos objetos son codiciados por anticuarios y coleccionistas, aunque no para atribuirles su inicial uso; sino, simple y llanamente, para exhibirlos como trofeo curioso en alguna feria de banalidades trasnochadas.
Sin embargo, en casa de Camille, estos objetos permanecen funcionales y ejercen como tales la misión primigenia para la que fueron creados: el teléfono de ruleta numerada y un reloj de cuco son sus preferidos, su sonido delicioso inunda las estancias de particularidad creando hogar.
La vieja cafetera niquelada, el secreter cargado de papeles, sobres y sellos, y una biblioteca hasta los topes de los libros que ha coleccionado a lo largo y ancho de su vida, y de los que por supuesto se niega a desprenderse en pos del diabólico aparatito con pantalla mareante, que dicen puede llegar a albergar cientos de títulos.
No comprende Camille cómo le puede sobrevenir a alguien el gusto por la lectura a través de semejante despropósito, que se llena de arena en las playas, de hierbajos en el campo y es un completo estorbo si se queda sin carga. Aparte de perderse el encanto de aspirar el olor del papel y de subrayar a lápiz, su uso relega los marcapáginas al olvido y, lo que es peor, se deja de patear librerías, bibliotecas y mercados de viejo por el puro placer de darse de bruces con lo inesperado. Rituales estos tan necesarios y elementales como lavarse los dientes o darse una ducha tonificante y vespertina. El ritual de lo maravilloso.
Las calles permanecen desiertas en esta tremenda huida hacia adelante, hacia el automatismo y la programación de la existencia.
La gente ya no sale de sus casas ni para realizar la compra, todo se puede poseer a golpe de botón. Hasta el cortejo y la despedida de un amor o de un amante se parapeta tras el escudo de la cobardía a golpe de mensaje digitalizado. Lo extraño es concertar una cita real para verse las caras y tocarse las manos. La autosuficiencia se expande como el cólera.
Ya lo barruntaba Julio Verne en su París en el siglo XX, donde el último poeta muere entre la nieve de soledad y confusión ante un mundo que ha dejado de ser comprensible para su alma y su cordura. Así Camille custodia sus bienes más preciados, o lo que no se estila, como asidero de supervivencia. Hasta que un traicionero golpe de nieve arrase con toda esperanza y un anticuario deposite su codicia en los bienes de este mundo de los que aún nos denominamos «CAMILLE».