Las tardes de domingo las dedico a buscar placeres caseros, gratuitos y gratificantes. Uno de ellos solo puedo llevarlo a cabo durante el verano, cuando el sol incide en el salón, en un punto concreto del tabique del fondo. Estoy al acecho. Cuando las condiciones necesarias se cumplen, me parapeto en la zona del deleite, rodeado de artilugios, y vibro al observar, sobre la afortunada pared, la danza gelatinosa de la luz solar atravesando los objetos transparentes que yo decido exponer a ese sol selecto, a ese sol saeta. A veces someto a este ejercicio de óptica poética a un pisapapeles en el que están atrapadas burbujas de aire e insectos, mariquitas, de cristal, pero prefiero utilizar víctimas inertes más comunes: un frasco de colonia, una jabonera de plástico transparente o una jarra llena de agua. El resplandor que parasita por unos instantes a esos recipientes, tan dóciles bajo los dedos de la luz, me agita y calma, como el mismo líquido se agita y calma dentro de alguno de ellos, atendiendo al movimiento interesado de mis manos. Y si, además de contoneos de luminosidad hipnótica, quiero alimentarme con un juego más vivo, un juego de fuego, entonces, recurro a líquidos de calidez teñidos. Y el whisky es el mejor elemento. Invoco un falso ardor, genero llamas de agua. Y esto es miel sobre hojuelas. De ese licor herrumbroso, que mañoso atizo enfocando rayos, logro exprimir un caudal de incontenible placer cromático. Durante los brillantes minutos en los que el sol impacta en su espíritu alcohólico, aquel se encabrita y centellea, y yo renazco al ver los fogonazos proyectados no solo en la pared, sino en mi propia piel y en las motas de polvo y en el aire que gira por la estancia. Me bebo la tarde. Me embebo en ella.
El último domingo de agosto, animado por el deseo de ver bailar, con su aura fluctuante de metal fundido, al genio del whisky embotellado; anticipando mi gran jolgorio ocular, mi íntimo regocijo bajo el esternón; sumido en el impulso oceánico de observar fluidos atravesados por lenguas luminosas, fui al aparador y, cuando estaba a punto de apartar las solapas superiores de la caja de whisky más cercana, para extraer la botella y exponer su ámbar al láser del verano, un mal fario me atravesó el cuerpo y este dejó de obedecerme, de modo que no pude desembarazar de sus opacas casullas a las botellas a mi disposición. Mi voluntad sufrió un impacto seco, el golpe bajo que solo una intuición animal, por pura, puede generar. Estaba prohibido abrir ninguna de las cajas. Ni las que estaban ya desprecintadas, ni la que me habían entregado por Navidad aquellas dos hermanas gemelas y ancianas, hacía tres años, y aún incólume, ni, mucho menos, la más reciente: aquella con la que el señor venezolano me había agasajado hacía escasas semanas. Semejante a un mandato propio de un cerebro mordido por un desorden obsesivo-compulsivo, percibí una orden que recorría mi sistema nervioso. Era un imperativo con tintes de amenaza: no debía abrir las cajas, no debía exponer su precioso contenido, las botellas de whisky acaramelado, a la luz del sol, pues, si lo hacía, se desataría el nudo que mantiene a raya las maldiciones, se derrumbaría el dique que frena y pone coto a los lodos tóxicos de lo que si puede ir mal, irá. Debía, además, desembarazarme de todas las cajas de Chivas aunque para ello tuviese que infringir uno de los principios que rigen mi manera de estar en el mundo: los regalos recibidos nunca pueden a otros sujetos ser regalados. Era un cuello de botella…o «regalaba» regalos, lo que jamás me ha gustado, o algo nefasto ocurriría. «Cristal clear». Clarinete. Blanco y en botella. Me quedé mirando las cajas preñadas con sus botellas. Ya estaba casi a oscuras. Me sentí acechado. Seguiré contando.