Conozco una variedad considerable de vinagres, pero no consigo dominar la cocina del vinagre. Sé que un vinagre de Montrachet es ideal para el adobo de perdices y que para el escabeche de liebre debo usar un vinagre de manzana de Ruán, como el que utilizaban los eclesiásticos de la Alta Normandía.
Para los guisos de pescado blanco utilizo vinagres de vino dulce de Nebrija o de Jerez y no se me ocurre utilizarlos para el pescado graso. Para el pescado azul uso un vinagre de la baronía de l’Albi, muy bueno, por cierto.
A pesar de la buenísima calidad de los vinagres andaluces de vino dulce, tengo cuidado con ellos pues sé que no les gustan a los librepensadores.
El aroma del vinagre debe fundirse con el aire de sol a sereno y con los demás ingredientes, pero sin restar protagonismo a ninguno de ellos. El vinagre debe penetrar en las fibras del pescado marinado dejando en ellas todo su perfume acético.
Continúo con mi empeño, voy experimentando, hago probaturas, pero no consigo aún resultados plausibles…; creo que me fallan ciertas proporciones que no logro dominar.
Deberé dedicar más tiempo a los guisos del vinagre y dejarme de lecturas románticas, de versos vulgares de poetas que plasman todo cuanto sienten sin el menor rubor y, sobre todo, sin contención ni mesura. Poesía de exaltación y hastío, de naturalezas misteriosas, de ruinas y cementerios. Prefiero la acción del micoderma aceti, que los versos exaltados de los poetas románticos peninsulares.
Dejaré a un lado a Espronceda y a Nicanor Pastor Díaz y cuidaré con esmero los tiempos de horneado del cogote de merluza.
Voy a desatender a Carolina Coronado, a Gertrudis Gómez de Avellaneda y a Pablo Piferrer que trajo el romanticismo a Cataluña; quizás hubiese sido mejor que trajera algún vinagre tramontano.
Voy a ocuparme más del vinagre que de la poesía romántica.