Bañadores

Moda al tuntún


El espíritu documentalista a veces ocasiona cierto rubor. Y mejor que sea así.

 
He pasado esta mañana mi cuerpo gentil por delante del espejo, camino de la bañera para la ducha matutina, y, extrañado, me he parado en seco. Me he acercado, observado mejor esa fugaz visión, haciendo una casi imposible postura, dado mi grado de flexibilidad actual. Pues sí: un sarpullido había aparecido allí donde no creía tener aún ninguno, por la parte superior de la nalga derecha.

Esto va que se las pela hacia el vertedero, me digo mientras, corriendo un poco la cortina, me introduzco en la bañera, bajo la ducha.

La ducha es, lo digo por si no se ha reparado en ello, un lugar excepcional para la reflexión, para la planificación de proyectos varios o la resolución de problemas enquistados y para dejar a la cabeza circular a su voluntad por donde a ella le dé por entender. Como, de tanto repetirse, se ha convertido en un hecho mecánico, que no necesita concentración, permite que los pensamientos vaguen cómodamente a su aire.

En esta ocasión esa fugaz visión, luego confirmada casi científicamente, me ha conducido a pensar en el aspecto de ese cuerpo que de gentil ya va teniendo más bien poco. Entonces, no sé muy bien por qué razón ni procedimiento, he pasado revista a los diferentes trajes de baño con los que he ido cubriendo mis partes pudendas a lo largo del tiempo, pensando en el aspecto que cada uno ayudaba a ofrecer de mí.

 Emocionado con el resultado, he pensado en dar la idea a todo fotógrafo que se precie de tener un mínimo espíritu documentalista: ¡Ah, si yo me hubiera fotografiado sistemáticamente con todos y cada uno de mis trajes de baño, qué buen documento gráfico sobre mi propia evolución habría confeccionado! Si la operación se hubiera hecho con otros individuos más puestos en la cuestión que yo, además, a las marcas de ese certero paso del tiempo se les añadiría un interés sociológico más que evidente, con las modas en bañador que en cada época han sido.

No vaya a pensarse que mi vestuario se parece al del gígolo americano -a la sazón Richard Gere- de la película de Paul Schraeder de 1980. Puestos a contar, en toda mi vida habré tenido únicamente unos seis bañadores, y eso que durante ciertas épocas he sido de baños estivales -de mar o piscina- asiduos.

Y ahora, para dar colorido a la aportación, viene la relación, porque he pensado que todo lo acuático tiene sumo interés en este foro.

Tengo en la actualidad dos bañadores, que me pongo en las contadas ocasiones en que me acerco a una playa. Los dos son del tipo similar al Meyba azul que usara mi padre, si bien cambiado el color y con algo más de perneras que ese, pues no en balde hasta para mí han ido pasando las modas. Yo me quedé en una que lo dejaba, digamos, holgado, ajustado a la cintura mediante un cordón que debe anudarse. Uno de los dos es también de color azul, pero clarito, y el otro iba a decir amarillo, pero el uso -pues debe tener sus buenos veinte años, si no el doble- lo ha ido clareando hasta dejarlo muy blanquecino, con solo un deje de amarillo.

Antes, y me lo había olvidado en la primera pasada retrospectiva, estuve ya en la moda de las bermudas si no hawaianas de colorines varios, pues creo recordar que era sólo azul y blanco, sí de esas floreadas (grandes flores blancas en este caso), como de malla y que llegaban hasta las rodillas. Me digo, desde hoy en día, que eso debía marcar, por muy malla que fuera, el paquete, y me pregunto si no sentía cierto embarazo mostrando su poquedad o lo contrario.

El previo seguramente ya corresponde al que me compré en quinto bachillerato para acudir con el colegio a las piscinas que había donde más o menos estuvo la cárcel de Reina Amalia. Y no está mal mencionarla como referencia, porque recuerdo esas sesiones como una auténtica tortura: a alguien acostumbrado a baños relajantes de mar o piscina, con el muerto como principal estilo natatorio, piensa por un momento lo que representaba que te dieran un corcho blanco y te obligaran a hacer seis piscinas de brazos con el corcho entre las piernas, otras seis de piernas cogiendo el corcho con las manos, y así. Cuando el muy competitivo grupo -la educación televisiva es esa- ya estaba acabando la serie de seis, yo andaba, destrozado, por la piscina y media. Desde entonces no aguanto ese vapor de toda piscina cubierta: me reconduce de forma inmediata al sitio de tortura que para mí fue.

Bueno, pues acorde con esa sensación tan penosa era mi traje de baño, que un espíritu ahorrativo perpetuó como tal después del cursillo trimestral. Recuerdo haberlo tenido que comprar deprisa y corriendo ya con la temporada pasada, porque el que tenía ya me era -me decían- inservible para ese propósito. El estirón y el continuado uso, claro. Recuerdo la estancia en una tienda de ropa escogiendo entre ese y otro, pues no había más existencias. Si ahora tengo miedo del aspecto que debía ofrecer con el traje de baño de bermudas californianas ese que he descrito anteriormente, sé positivamente que no me parecía de recibo lo que hacía con mis partes el susodicho traje de baño deportivo. Era de una tela horrorosamente a rayas negras y amarillas, como un taxi de Barcelona, se fijaba mediante una hebilla de chapa plana y ¡se habían olvidado de las perneras! Es decir: parecían iniciarse, pero se olvidaban de ellas inmediatamente. No eran tipo slip, porque tenían ese inicio. En fin: estética y funcionalmente horrible.

Antes de eso debí tener un primer bañador en mi época anterior a la de la razón, que no recuerdo, pero en seguida vino “el de los veinte años”, al que llamé así porque, comprado cuando debía tener unos siete, decíamos en casa que, gracias a la previsión de mi ahorrativa madre, duraría hasta los veinte, y por ahí andaría.

Era ese el traje de baño que con más cariño recuerdo, quizás por corresponder a un periodo playero feliz, sin preocupaciones. De color amarillo (debe ser el color preferido para mis bañadores), estilo Meyba, su único inconveniente era que, comprado, como digo, previsoramente muy grande por mi madre, bien amarrado a la cintura por ese cordón o goma anudada, como me iba enorme, se inflaba como un globo cuando entraba en el agua. A él, como a mí, le infundía un respeto el mar, y quería evitar sumergirse.

Peccata minuta, en todo caso.