Es de lógica: para bajarse del burro hay que estar subido en él, en sentido literal y figurado. Se lo repito a Ginés, que es más bien huidizo y un poco mustio: «¿No tienes burro? Pues tendrás que caminar o arrastrarte, que así es la vida del pobre».
Los que hemos escogido vivir en el extrarradio llevamos una vida tranquila y atemperada. Nos levantamos tarde, nos tomamos un café y un bollo en el bar de Manolo, paseamos por el descampado, nos sentamos a tomar el sol en una piedra, conversamos con el silencio y esperamos la hora del mediodía. ¿Y qué tenemos hoy? Garbanzos de bote y un trozo de queso. También pan y un vaso de vino. De postre, unas mandarinas del huerto que linda con el cementerio, cogidas directamente del árbol, aunque para llenar la mochila tengamos que saltar un par de acequias, cruzar el camino de carro que discurre paralelo a la vía del tren y hundir los zapatos en el barro. Ayer llovió y anteayer llovió. La gota fría en Valencia es como la gota malaya, pero en Valencia. Un tormento. Suerte que hoy no me acompañaba Ginés, con su cojera y tal, porque al volver del huerto me la he tenido que ver con uno de esos putos automovilistas que no respetan las señales.
Que conste que yo cruzaba la calle que nos separa del descampado por el paso de cebra, a mi ritmo y porque sí. Sobradamente sé por dónde tenemos que pasar los peatones. Yo iba por donde debía y va el tío y se me tira encima por la derecha. Yo no me he detenido, ni me he encogido, ni mucho menos. Así que el mamarracho ha frenado de golpe para no atropellarme. Chirrido de ruedas, pitido, gritos y el coche calado, como es natural.
—¡Eso es, písame! ¡Písame! —le he gritado, retándole a pocos centímetros del parachoques—. ¡Písame y vas de cabeza a la cárcel, mamón!
El conductor del vehículo, un treintañero con gafas negras y repeinado con gomina, ha gastado media batería tocándome la bocina y medio bofe chillándome por la ventanilla. Se ha armado la de Dios. Algunas personas del bloque se han asomado al balcón; entre ellas, Ginés que, en solidaridad, ha decidido tirarle una maceta al conductor, que se ha estrellado al pie del coche, en el asfalto. «¡Ahora bajo, Marcial!», ha gritado e inmediatamente se ha puesto en movimiento, aunque —por la cojera— sus movimientos son algo torpes y lentos.
—¡Mira por dónde vas, viejo de mierda! —me ha chillado el energúmeno.
—¡Voy por donde me da la gana, imbécil! —le he chillado yo. Y me he plantado en jarras en medio del paso de cebra. Al poco ha llegado Ginés y un par de vecinas que hacían la calle y se han colocado a mi lado frente al coche. Se han traído unas sillas del bar de la esquina y se han sentado a mi lado, cruzándose de piernas, desafiantes.
El conductor, enrabiado, trataba inútilmente de poner el coche en marcha. «¿Para qué? —le hemos dicho—. ¡No pasarás! ¡Esto es un paso de peatones! ¿Lo entiendes?».
—Verá usted, caballero, —le ha recordado Ginés, aproximándose a la ventanilla— ¡En los pasos de peatones tenemos preferencia! ¡Los pasos de peatones están pensados para que pasemos los viandantes!
—¡Pues acabar de pasar, hostias! —ha gritado el conductor lanzando espumarajos por la boca— ¡Apartaos de una vez! ¡Yo no puedo meterme en el descampado ni subirme a las aceras!
—¡Menos lobos, caperucita! —le ha chillado Concepción, que está un poco ajada por la edad y la profesión, pero mantiene un tono vital muy combativo— ¡De aquí no nos movemos, ni nos moverán! ¡Ante todo, libertad! ¡La calle para quien la trabaja!
Alguien ha arrastrado un par de sillas más y nos lo hemos tomado con calma. De repente se nos ha ocurrido comernos allí mismo las mandarinas, sentados en el paso de cebra y lanzando las peladuras al parabrisas del coche.
Sin otro recurso que su rabia, el conductor ha metido la marcha atrás y ha salido huyendo.
—¡No vuelvas por aquí, capullo! —le ha gritado Ginés, envalentonado.
A veces reconforta ir montado en un burro bien grande y no estar dispuesto a bajarse. Los pobres no siempre tenemos las de perder.