Para mí, Icíar Bollaín siempre será la Estrella de El Sur (Víctor Érice, 1983), esa cría que se fue en su pequeña bicicleta con su perrín carretera hacia allá y, sin comerlo ni beberlo, regresa en la misma escena, tras un fundido encadenado, ya adolescente con su imagen, su Orbea con cesta delantera, su perro de un tamaño que infunde respeto, a la casa de la veleta y se topa, algo alterada, con esa declaración de amor del Carioco pintarrajeada con yeso en la valla del jardín, a la vista de todos.
De hecho, con esa familiaridad que se alcanza a veces con la gente del cine, la he visto crecer. Diez años después la seguí en plena juventud junto a su hermana gemela Marina a las órdenes de su tío Juan Sebastián Bollaín en Dime una mentira (1993) y también actuando, ya sola, en películas de muy buena planificación, que prometían grandes sesiones, como las de Felipe Vega. Más tarde, ya entrando ella en cierta madurez, aprecié su complicidad con José Luis Borau y por entonces, quizás vía Ken Loach con su contacto y asociación con Paul Laverty, viví su alejamiento del cine como actriz… para pasar a ser esa figura actual que es ahora, directora de cine comprometido.
Es así como aparece en En tierra extraña (2014), que no vi en su día, ahuyentado por los resultados habituales de ese cine que se define a sí mismo por sus ganas de dar lecciones de progresismo altanero. No es una ficción, lo que lo aleja de las tramas didácticas, sino un documental. Obedece muy claramente a un momento de nuestra historia reciente, ahora casi olvidada porque se le han superpuesto otras cuestiones de aparentemente superiores altos vuelos. Así, en corto: el momento de la sorpresa ante el encontronazo con la crisis y el de la reacción práctica tras la burbuja idealista que asaltó las plazas del 15M, es decir, el de la emigración de gente joven y formada para encontrar trabajo.
Todos los que aparecen en la película, explicando su caso y sus sentimientos ante su situación, han emigrado a Edimburgo, una ciudad preciosa, que cuando no llueve y su cielo eternamente cubierto deja algún agujero te infiere una alegría primaveral, pero eso no se da demasiado y es muy diferente experimentarlo yendo de vacaciones que viviendo ahí lejos de tu casa y de los tuyos.
Pero vayamos a la escena en cuestión: Ana, una chica con cara de niña, profesora infantil que se ve obligada a trabajar de au pair, está sentada mirando y dirigiéndose a la cámara. Detrás tiene un ventanal en el que se recorta el viejo castillo de la ciudad, en su loma. Suelta, más o menos, esta perorata:
“Llega un momento en que te da rabia, y parece que vayas a explotar por todos los lados. Estas sola en casa, planchando. Dejas la plancha y te dices, dando un golpe: ¡Joder! ¿Por qué? ¡Se acabó! ¿Yo qué he hecho para merecer esto? (Perdón, que me estoy alterando…). Me estoy comiendo algo que yo no he organizado y estoy a 2000 Km de mi casa planchando, lo mismo que podría estar planchando en mi casa. Luego te dices que, bueno, que como yo hay otros muchos, te calmas un poco y vuelves a coger la plancha… No queda otra”.
Aquí Icíar Bollaín sólo dirige, pero ese personaje —real— de Ana en su film me devuelve otra vez a la película de su papel inicial como actriz, El sur. Por injerencias de su productor, como es bien sabido, El Sur quedó sin acabar por los siglos de los siglos, puesto que nunca reflejó ese previsto viaje al sur de su protagonista, Estrella, que iba a justificar su título. Pero para la Ana de En tierra extraña la injerencia de su entorno revela haber sido mucho peor. Es como si la Estrella niña, esa que se iba carretera allá con su perro, no hubiera llegado a transformarse nunca en la adolescente que encarnaba Icíar Bollain. Como si mantenida allá lejos, donde la ha llevado la bicicleta, no hubiera regresado nunca jamás a su casa.