Domingo de agosto en el espigón del faro, dentro de la Marina de una ciudad mediterránea a treinta y dos grados a la sombra. Un bosque de mástiles se refleja en un mar irisado por el gasóleo. Yates de lujo con nombres como Calypso, Siete mares, Adventure, con banderas de diferentes países. Azul Point es una terraza lounge enfrentada a los yates y al hormigón ardiente del faro. Hay un gran aparcamiento y cuando llego solo veo un 4×4 de la policía portuaria haciendo como que vigilan. No hay nadie más, se ve que es pronto para los foráneos y los guiris, que aún siguen de paseo con sus bicicletas de alquiler.
Aparco al lado del coche policial y les pregunto si está abierto, por decir algo. Un joven con uniforme de película B y coleta bajo una gorra verde ridícula con iniciales V. P. me dice que pregunte en el local. Un genio. Pregunté a la primera persona que vi por allí, una chica mulata con mil trenzas rubias, que me dice: «Siéntate donde quieras, ahora abrimos.» Llevo tres cervezas Alhambra verdes, sin nada más en el estómago, desde ayer. Han pasado tres horas y ni me he dado cuenta.
Aparece chirriando ruedas un Volvo V-60 blanco hueso roto. Aparca a un metro del muelle. Una mujer de edad indefinible se baja y el coche parece respirar contento. Ya se habían llenado todas las mesas en la terraza; es la hora de comer algo antes de seguir de fiesta. Aquello era un lounge tipo Café del Mar, buena música, alcohol de marca y gente cool. Yo estaba solo en una mesa de las de arriba y ella buscaba donde sentarse. Parecía agotada y a punto de llorar. Las gafas de sol, demasiado grandes para su cara, no dejaban ver mucho. Su imagen impactaba. Chaqueta de cuero corta y pantalones vaqueros ajustados con zuecos altos. Todo de marca, como el pañuelo de seda Chanel que le sujetaba su pelo largo rizado con toques caoba.
Miraba desorientada. Le dije que podía sentarse hasta que hubiera una mesa libre. Me miró calibrando quien era y al final se sentó y me dijo gracias. Soy mayor y tengo aspecto de profesor jubilado. Algo que inspira cierta confianza, aunque no suele durar mucho. Se quitó las gafas y sus ojos eran como dos rendijas: un aire oriental que la favorecía.
Empezamos a hablar. Le pregunté si quería contarme lo que le había pasado y porqué estaba aquí. Estaba claro que tanto ella como su coche necesitaban un descanso y una buena ducha. Me dijo que mejor nos quedábamos callados un rato. Que había venido a Valencia porque a los 15 años se escapó de casa con una amiga y llegaron hasta aquí antes de que la guardia civil las detuviera. Recuerdos. Que no preguntara más. Llamé a la joven de las trenzas y le pedí dos copas de vino blanco y algo de comer: las cocas de sardina ahumada con pisto y pesto de albahaca o el tomate valenciano con ventresca y semillas de amapola que ponía en la carta. Joder con la imaginación para unas sardinas y un tomate con atún. Le parecieron bien las dos cosas. Tenía hambre. No dijimos nada mientras esperábamos los platos. La chica trajo un Verdejo de Rueda y puso dos copas. El color ambarino del vino reflejando la luz pareció tranquilizarla. Debía tener diez años menos que yo, los pantalones marcaban unas piernas bien formadas que cruzaba con estilo haciendo balancear los zuecos. El pelo desordenado le caía por la frente y le daba un aire rebelde, Unas pequeñas marcas en las mejillas indicaban que había reído mucho en su vida, aunque ahora estaban casi borradas. Bebimos chocando las copas y en ese momento pareció despertar.
—Vengo del norte, llevo cinco horas en el coche —dijo sin mirarme.
—¿Cantabria, Euskadi…? —aventuré.
Aparecieron unos pequeños hoyuelos cuando sonrió y dijo: «Por ahí cerca, calculas rápido».
Llegaron los platos. Cuatro tostas de sardinas a rayas verde pesto y rojo pisto y un tomate valenciano partido en flor con un centro de láminas de bonito, todo espolvoreado de puntos negros. Empezamos a comer y en diez minutos no había nada en los platos ni en las copas.
Ya eran las cinco de la tarde y todavía no sabía su nombre y ya íbamos por la tercera copa de vino y el segundo postre. Le dije si le parecía bien que nos inventáramos unos nombres para identificarnos, que este encuentro era como el principio de una novela o quizás un relato corto, que eso nunca se sabe y que el destino es un jugador con ventaja que siempre gana. «Llámame como quieras». Sin pensar le dije: ¿Julieta? Volvió a reírse y me dijo: «Tengo que encontrar un hotel para quedarme unos días. ¿Conoces uno tranquilo, Romeo?»
Le busqué el número del Kramer, un hotelito moderno al lado del río y de un centro comercial en la salida norte de la ciudad que llevaban unos italianos amigos míos, con un bar agradable y buen servicio. Le reservé una habitación en un piso alto, con vistas al río. Me dijo gracias otra vez y que se iba a la ducha directa y a dormir. Antes de irse me apuntó su número en una servilleta y se despidió. «Mañana me llamas y seguimos si quieres». Su ofrecimiento me sonó a música y solo fui capaz de decirle: Que descanses. Cuando estaba a punto de subir a su coche la llamé a ese número. Se paró y contestó.
Dije: Nada, solo quería saber si lo decías en serio. Colgó, me saludó con la mano y meneó la cabeza como si riñera a un niño travieso.
La terraza del hotel Kramer es de muebles de madera de teca con sombrillas negras y macetas con kentias y arecas que rodean el recinto. A las ocho de la mañana ya estaba yo allí. Quería sorprenderla en el desayuno. Chiara, una camarera a la que conocía, me preguntó cantando con su acento italiano qué quería tomar. Café solo y tabaco era lo que necesitaba hasta que apareciera. Una pareja de holandeses mayores charlaba ante un desayuno completo. El hotel es una torre de quince plantas con habitaciones todas exteriores que dan a dos calles y a una placeta en chaflán donde está la terraza del bar. A las nueve ya estaba lleno de gente que parecía alegre y hacía planes para ver los tópicos valencianos. Centro, Ciudad de las Ciencias y Saler-Albufera, incluido paseo en barca por la laguna para ver patos y garzas.
¿Han oído un cuerpo caer desde un décimo piso? Les juro que no se les olvidaría ese ruido sordo de carne y huesos machacados contra el asfalto. Sabía que era ella antes de que la gente reaccionara. Llevaba la misma ropa, ahora una madeja de cuero y sangre enmarcando un cuerpo ya sin alma. Fui el primero en acercarme a ella. Le cogí el móvil que sobresalía de su bolsillo sin que me vieran. Grité que llamaran a una ambulancia y desaparecí.
Al llegar a casa me puse una copa de Jameson y leí su último mensaje: «Perdona, mi amor, te he sido infiel tanto tiempo que no podría soportar verte y tengo que decírtelo. Eres el mejor hombre del mundo. Siempre te he querido». No lo llegó a mandar.
Imaginé la cara de ese hombre si llegaba a leer el mensaje. Luego rompí el móvil y lo tiré a un contenedor. No dejaba de pensar que debería haberla acompañado esa noche.