Argentina en bicicleta

Las horribles historias de Sileno


Lo siento si Mónica es argentina y ciclista. Podría ser de Paiporta y desplazarse a pie. Pero es argentina y va en bicicleta: una bicicleta blanca, más alta de lo normal, que lleva un cestito de mimbre sujeto al manillar. Envarada como un semáforo, encastillada tras una gabardina beige y un gorrito de crochet, orgullosa de haberse conocido, la ciclista conduce su vehículo con la altivez de un ministro plenipotenciario. No respeta las señales. Pedalea contra dirección. Se sube, si le conviene, a las aceras y, para más inri, deposita las bolsas de basura junto a los contenedores, para no tener que bajarse de la bicicleta. Debe llevar mucha prisa la niña o, simplemente, es egoísta e insolidaria.

Yo la controlo desde el balcón porque delante de mi bloque hay seis contenedores: uno para plásticos, dos para papel y vidrio, un contenedor marrón para los restos orgánicos y un par más para la fracción de desecho. La argentina de la bicicleta no discrimina. Ni siquiera sé si se lo plantea, porque sus bolsas van directamente al suelo, contengan lo que contengan.

La chica vive unas manzanas más allá, en una de las pocas casas de planta baja que quedan en nuestro barrio. Y desde allí sale cada mañana con su bicicleta, su gabardina y sus desperdicios. Conduce con una sola mano hasta la zona de basuras y entonces, sin bajarse de la bicicleta, balancea y lanza sus bolsas hacia los contenedores, y luego se larga sin perder tiempo hacia su trabajo. Es un suponer. No sé dónde ni en qué trabaja. Lo que sí sé es que Mónica deja sus basuras al arbitrio de los gatos del descampado, que parece que la esperan para rasgarlas y esparcir los restos por la calle.

Resulta, además, que Mónica es nutricionista y defensora del medio ambiente. ¡Estoy hasta las narices de oír cómo pide un mate en el bar de Braulio cuando sabe de sobra que allí solo se toman cañas y carajillos! Braulio, educadamente, le pregunta si no preferiría un café con leche y una madalena, que es lo que merendamos por aquí. Y entonces la tía se pone en plan fino largando discursos sobre los bioelementos que precisa el organismo y lo malo que es darse gratificaciones, como las madalenas o el chocolate. Consumir algo rico (dulce, salado, alcohólico) —dice— debe ser ocasional, pues no son sino compensaciones psicológicas de una profunda insatisfacción vital, como dijo el doctor Freud. En fin, que uno puede esperar hasta las bodas de oro para tomarse un carajillo bien tranquilo. Lo primero son los nutrientes y la salud, y el individualismo más rastrero, que para eso ella es argentina y se desplaza en bicicleta.

Por lo visto —suele aleccionar—, nosotros comemos demasiado en el almuerzo y la cena. La alimentación más saludable comienza y se realiza durante la mañana. Barritas de cereal, jugos y zumos de frutas, hasta el bife del mediodía. Poco hecho y con pocas patatas. Con la merienda no podemos ser indulgentes. Lo mejor es endorsarse un mate a media tarde entre suspiros de insatisfacción mientras leemos la Psicopatología de la vida cotidiana. Por la noche, algo ligero: un plato de verdura y un huevo duro. O, ni eso. Un yogur descremado sin azúcar. Así está ella, que parece un palo.

—Voy a decirle lo que le conviene, Marcial —me interpeló un domingo al mediodía en el bar de Braulio mientras me tomaba mi segunda cerveza con aceitunas—. Todo el mundo sabe, y usted no puede ignorarlo, que una alimentación saludable se ciñe a la ecuación volumen, variedad, perfil nutricional y frecuencia de consumo. Cualquier alimento puede formar parte de una alimentación saludable, incluso las aceitunas, siempre que sea consumido con moderación y combinado con actividad física. Piense que todos nacemos con derecho a sentir placer comiendo, pero no debemos permitir que ese placer nos haga olvidar la salud y el bienestar.

Ni siquiera me molesté en mirarla con desprecio, aunque lo deseara. Aquella extraña conjunción de comportamiento incívico, actitud engreída y palabrería me nublaron el ánimo. Mónica sería argentina, ciclista, nutricionista y ecologista, pero también era altiva, petulante y oportunista. Así que decidí vengarme.

Aquella tarde, mientras paseaba con Ginés y su perro por el descampado que hay junto al cementerio descubrí un gato muerto, reventado quizás por la rueda de algún coche y que se arrastró hasta la valla para morir dignamente. De vuelta a casa, esperé a que anocheciera. Bajé con unos guantes de goma y una bolsa para recoger al gato, que era negro y olía a mil demonios, y lo deposité en el cestito de mimbre de la bicicleta de la argentina, que tenía atada a la reja de su casa. Al día siguiente, cuando saliera con sus basuras, podría agarrar el gato por la cola y lanzarlo con facilidad al contenedor de desperdicios sin necesidad de bajarse de su bicicleta. Todo el mundo sabe, y Mónica no puede ignorarlo, que un gato muerto es un residuo biodegradable que debe ir a parar al contenedor marrón. Por ecología.