Aplausos, cinco minutos de aliento

Zoom impertinente

 

Sus pasos eran lentos, fatigados. La brisa, aún fresca de la recién estrenada primavera, le alborotaba el pelo y la ropa, sin que él hiciera ningún gesto para contenerla. En su pensamiento continuaba sujetando la mano de la mujer moribunda a la que había abandonado  para atender a los nuevos ingresos, y eso le pesaba. Al terminar su turno, la jefa de servicio lo había obligado a marcharse. Después de una guardia de más de cuarenta y ocho horas, necesitaba descansar. Algo que, desde que comenzó la pandemia, había olvidado, como tantas otras sensaciones que se esfumaron.

Miró el reloj. El último artilugio que había desinfectado antes de colocárselo. Llegaría a tiempo, se dijo, emitiendo un  largo suspiro, inmerso en sus reflexiones. El trabajo se había insertado siempre en medio de sus  desvelos, quehaceres y alegrías cotidianas; sin embargo, con la llegada del coronavirus, el hospital inundaba, como un torrente desbordado, cada uno de los espacios por los que transitaba su vida. En la ducha se restregaba con vehemencia como si quisiera arrancarse de la piel el semblante  del joven cuya falta de oxígeno se abría paso amoratándole la cara, el ansia torpe y temblorosa por asirse a la vida del hombre de mirada velada, los ojos afiebrados de la mujer que gritaba que no la dejaran en aquella sala en la que solo había muertos; y así una y otra cara, uno y otro rostro desfigurado por la angustia, por el miedo, por la muerte. Imágenes que, cuando ya tendido en la cama esperaba el sueño, le  golpeaban la cabeza como bandadas de pájaros encerrados que intentan atravesar las paredes de una habitación.

Durante un buen rato, sin perder de vista las manecillas de su reloj, continuó  sumergiéndose en la quietud de las calles inmóviles, hasta que llegó a su barrio. Entonces se detuvo a esperarlos. Los necesitaba, los agradecía. Sin ellos el mundo se habría convertido en un inmenso borrón gris. Los aplausos eran una pequeña espita que, aunque solo fuesen cinco minutos, se abría con aire fresco.

Las campanadas lejanas del reloj de una Iglesia dieron la señal y la efervescencia ganó ventanas y balcones, subió a lo largo de las fachadas. Apoyado contra la pared dejó que brotaran las lágrimas que rodaron sin obstáculos por sus mejillas; y, un día más, sintió cómo aquel gesto de agradecimiento le insuflaba fuerzas para continuar luchando contra la tempestad furiosa de la que no se conocía el final.