Anuario

Los consejos de Papito Grillo

 

De no ser por su peculiar orografía, encaramada en una loma a la solana, el pueblo de Anuario sería otro de tantos villorrios que pasan desapercibidos por la ventanilla del viajero advenedizo. Solo quien se desviara a propósito de la ruta llegaría a descubrir el serpenteo de sus calles y el colorido de sus fachadas pero, sobre todo, repararía en un elemento levantado en la entrada del municipio. Se trata de un cartel, grabado en madera y a la usanza de los pueblos del oeste norteamericano, que reza: “Bienvenidos a Anuario. Población: 365 habitantes”.

Según una tradición no escrita, Anuario hace décadas que debe mantener tantas almas como días tiene el año, cuando los anuarienses, cuya población por aquel entonces rondaba los cuatrocientos, en un esfuerzo colectivo de organización, decidieron dedicar cada fecha del año en exclusiva a cada uno de sus vecinos. Para ello, no solamente ajustaron las tasas de natalidad y migración para compensar los fallecimientos, de modo que la cifra total de habitantes se aproximara a trescientos sesenta y cinco, sino que además calcularon a conciencia las noches señaladas para concebir nuevos anuarienses entre sábanas; así como precipitaron o aguantaron hasta lo insalubre las fechas de los alumbramientos, de modo que, con el tiempo, los natalicios se distribuyeran de manera biyectiva a lo largo de todo el calendario. Además, y dada la profunda fe católica de los moradores de Anuario, el nombre de cada niño o niña nacidos en el pueblo debía coincidir con alguno de los que figuraban en el santoral para ese mismo día. Así, don Policarpo nació un veintitrés de febrero de 1936 y la pequeña Almudena vino al mundo un nueve de noviembre de 2003. 

Siendo así, tras muchos años de denuedo por parte de los anuarienses, por fin llegó un día en el que, bando municipal en ristre, se decretó que el pueblo no tendría nunca más una fiesta mayor al uso —como sucede en casi todos los pueblos de España en el mes de agosto— y que, en su lugar, cada día se celebraría el cumpleaños y la onomástica de un solo vecino. Para ello, se instaló de forma permanente una serie de abalorios de colores en la plazoleta del ayuntamiento y unas mesas en las que, a la misma hora de la tarde, todos los habitantes de Anuario degustarían toda clase de viandas y vino de la comarca para festejar el día D, o sea, el día del vecino único que cumplía años en esa fecha y cuyo nombre no podía coincidir con el de otro vecino.

Y así transcurrieron meses que luego fueron años y que luego fueron lustros, sedimentando en el imaginario popular de Anuario una costumbre que se tornó en tradición inquebrantable, en seña de identidad extraordinaria; que es lo último que les queda a los pueblos a los que ya no les queda nada más. 

Hasta que sucedió lo esperable pero inesperado.

Quizá por un despiste, quizá por una jugada del azar biológico o quizá por un fin de fiesta algo descocado bajo alguno de los techos de Anuario, Bibiana, la muchacha nacida el dos de diciembre de 1972, anunció que se encontraba en estado de buena esperanza. El anuncio provocó una ola de estupefacción en todo el pueblo: ese embarazo no había sido consensuado ni cotejado con el calendario y mucho menos con la alcaldesa. Este hecho —irreversible dada la sólida fe católica de los anuarienses— abocaba al pueblo de la tradición más estrafalaria a romperla con un leve desequilibrio demográfico.

Aquella misma noche se reunieron de urgencia la alcaldesa, el párroco y el secretario en la vieja casona que era a la vez ayuntamiento y tienda de ultramarinos. Las caras eran de honda preocupación. Ninguna eventualidad podía despojar a Anuario de su más preciado valor: ese puzle onomástico de piezas tan sabiamente encajadas, fruto de un esfuerzo titánico a lo largo de décadas.

 Se acordó entonces una medida excepcional. Dado que se esperaba el nacimiento del vástago de Bibiana hacia finales del invierno, se acordó que Leandro, el vecino nacido el veintiocho de febrero de 1939 y que hacía meses que se encontraba convaleciente debido a una neumonía, debía acelerar sus planes de transitar hacia el cielo (o hacia destinos alternativos según su valía), de modo que el futuro parto no trastocara la más sagrada tradición anuariense. Para compensar su sacrificio, pero también para honrarlo y facilitar su traspaso, se acordó aumentar el dispendio de la fiesta de esa tarde. La idea era darle no solo la bienvenida al nuevo habitante, sino también homenajear como se merecía a don Leandro en el día de su partida. Pero para ello el viejo debía colaborar. Debía estar dispuesto a hacer todo lo necesario para, efectivamente, morir esa misma tarde, después de la fiesta, con el sonido de fondo de los gritos de parto de Bibiana.

Y así fue. 

Semanas antes, don Leandro accedió a abandonar su medicación para la neumonía, lo cual derivó en un visible empeoramiento de su estado de salud. El día previsto, Anuario se volcó en cuerpo y alma a la más grande fiesta de las que se hacían a diario, ya que el motivo de celebración era múltiple. Sobre todo, festejaban que habían conseguido esquivar de forma astuta el fantasma que más les aterraba: el de lo imprevisto. Tras cantar y bailar casi todo el repertorio de jotas populares, tras devorar varios jamones que hacía ya años que dormían anestesiados por los fríos y secos vientos de la sierra, una comitiva de vecinos se dirigió a la humilde casa de Leandro, que yacía ya muy débil en su cama, iluminado por un tenue candil de petróleo. Le ofrecieron varias copitas de aguardiente a modo de ambrosía y última cena, con la esperanza que todo aquello le indujera un vahído que desembocara en una dulce y cristiana muerte. El moribundo bebió con una pasión inusitada el licor, observó con mirada vidriosa a todos cuantos se hallaban esparcidos por su aposento en un denso silencio y finalmente, en un último aliento, exclamó: “Está bien, me dejo morir por todos vosotros, por este pueblo que tanto he amado… pero que sepáis que este año es bisiesto, ¡¡¡hijueputas!!!”

Y tras esto, don Leandro falleció.