La antiparábola de los talentos

AntiBiblia


El rico Hacendado tenía que preparar un largo viaje de negocios en busca de nuevas especias. Como planeaba estar al menos un par de años fuera, entre rutas terrestres y en barco, se preocupó por el destino de todas sus posesiones. Así que, una tarde, reunió a sus sirvientes más fieles y les confió, a cada uno de ellos, tres lingotes de oro de su fortuna, de modo que pudieran estar a salvo a su regreso.

Tras tres largos años de viaje por varios continentes, el Hacendado regreso a su terruño y, tras descansar una noche, convocó al día siguiente a sus tres siervos para reclamar la devolución de sus lingotes.

El primer siervo tomó la palabra, y dijo:

«Oh, señor, gracias por haberme confiado tres de tus lingotes de oro. La verdad es que he estado muy liado estos años, y no me acuerdo muy bien donde dejé ese jodido oro, pero el caso es que se corrió el chisme por el pueblo de que disponía de mucho dinero. Entonces, se me empezaron a acercar toda clase de mercaderes interesados queriéndome vender toda clase de telas, joyas y perfumes. Yo acepté todas esas mercancías, y les dije que les pagaría a noventa días. El caso es que, de mientras, me mudé a otra región sin avisar, dejando el pufo. Me llevé en la mudanza todas esas mercancías, y seguramente los lingotes, que tengo que buscar. Así que, de momento, aquí tienes noventa kilos de seda, tres arcones con joyas y cien botes de perfumes persas, que seguro que valen más que esos lingotes.»

«Oh, gracias, amado siervo —respondió el Hacendado—, trae para acá todo ese botín que has amasado en mi ausencia, que lo guardaré como fianza para cuando encuentres mis lingotes».

El primer siervo asintió con cierta cara de fastidio. A continuación, tomó la palabra el segundo siervo, a quien también le habían confiado tres lingotes de oro:

«Oh, señor, gracias por haberme confiado tres lingotes de tu tesoro. Sé que tú eres un amo celoso de tus pertenencias, y que cosechas incluso donde no siembras. ¡Así que me juré a mí mismo que a su regreso no solamente te devolvería los tres lingotes, sino seis, fruto de mi esfuerzo y pericia inversora!»

«Estoy admirado y emocionado, oh fiel siervo. Y dime ¿dónde están esos seis lingotes?»

«No hay seis lingotes. De hecho, hay cero lingotes. Te fuiste y al irte te olvidaste dejar abierta la cadena que ligaba mi tobillo a la pared de mi casa, y me dejaste con un cepo en manos y cara. Al día siguiente los ladrones entraron a robar los lingotes, y yo he sobrevivido gracias a los higos secos que me tiraba la gente y al agua de lluvia. ¡Pero oye, que mi intención era rentabilizar el oro porque sabes que tengo veinte años de experiencia en gestión patrimonial!»

«¡Siervo haragán y desleal! ¡Yo te dejé unos buenos talentos para que los hicieras florecer, no me vengas ahora con monsergas Orteguianas sobre el yo y las circunstancias! ¡Guardas, prendedle y devolved a este inútil a las mazmorras!»

Finalmente, el Hacendado, algo contrariado y con cierta desgana, se dirige al tercer siervo:

«A ver, dime, oh fiel siervo ¿dónde están mis otros tres lingotes de oro?»

El siervo, con rostro atónito, respondió:

“¿Qué lingotes? ¿Ein? Si te fuiste sin dejarme nada y he tenido que tirar estos tres años cuidando cabras en el monte”.

«¡Oh, siervo despistado e inepto! ¡Te dejé parte de mi fortuna y…! Uy, espera. Espera un segundo. ¡Ahí va, Dios! ¡Qué despiste, si están aquí, los tengo yo, me los llevé sin querer! Además, no son tres, sino dos, que me pulí uno entero en juergas por las Molucas. Je je, perdona tron… Mira: hagamos una cosa: mientras yo distraigo al primer siervo, ve tú a su casa y encuentra sus tres talentos de oro. Si eso te quedas dos, me das el otro, y estamos en paz. El otro, que se espabile, tú».

«Y ahora, retiraos todos. Que tengo hora con el psicoanalista».