Hace pocos años a los muchachos del DAESH (Estado Islámico) les dio por demoler gran parte de la antigua ciudad de Palmira, en Siria. Unas ruinas que han sido declaradas Patrimonio de la Humanidad. No derribaron las viejas columnas y otras estructuras edilicias sino las estatuas consideradas politeístas, entre estas la del León de Al-lat, que puede apreciarse en reproducciones fotográficas realizadas antes del desaguisado (muchos opinan que era preciosa). De paso, también el templo de Baal Shamin, erigido en el siglo I, el templo de Bel, y ya que estamos el Arco de Triunfo. En el transcurso de la tropelía estos angelitos ejecutaron públicamente a Jaled al-Asaad, un arqueólogo sirio que había supervisado las excavaciones durante décadas. Su cuerpo fue colgado de una de las columnas.
Poco más de una década antes de estos sucesos, a los talibanes afganos se les ocurrió acometer travesuras de parecida índole, de modo que dinamitaron estatuas de Buda que habían sobrevivido intactas durante mil quinientos años. El régimen islámico talibán sostuvo que eran ídolos y, en consecuencia, contrarios al Islam.
Esta costumbre de destruir ídolos y figuras religiosas diversas tiene cuantiosos precedentes, como por ejemplo la eliminación de los objetos rituales precolombinos que perpetraron los conquistadores españoles a poco de llegar a las Indias Occidentales. Las civilizaciones inca, azteca y los restos tardíos de la maya sufrieron los efectos de la devoción católica de Hernán Cortez, Pizarro y otros entusiastas del monoteísmo. Claro que cuando estos ídolos estaban forjados con oro los buenos católicos de la conquista los preservaban para ellos mismos.
Pero la manía de despedazar estatuas, estatuillas e imágenes diversas tiene mucho abolengo. Al menos cuenta con unos tres mil ochocientos sesenta y ocho años (teniendo en cuenta la fecha actual), y da comienzo la tarde en que a un tal Abram, luego llamado Abraham (esto es, padre de pueblos), le dio por romper en muchos pedazos los ídolos de la tienda de Teraj, su progenitor, que se ganaba la vida y sustentaba al resto de la familia tallando estatuillas de seres mitológicos y divinidades de las civilizaciones mesopotámicas. A decir verdad, la iniciativa no partió del magín del muchacho: él obedecía órdenes del Patrón, que se había cabreado ante tanta herejía. Lo cierto es que el Patrón pretendía exclusividad en el mercado de las divinidades. Por otra parte, a quién se le habría ocurrido quebrantar los mandatos del Patrón, que tiempo atrás, disgustado por la presunta maldad de los humanos, tuvo la ocurrencia de abrir los grifos del cielo inundando el mundo entero, de modo que el agua acabó con las vidas de millardos y millardos de seres inocentes que correteaban en las llanuras, copulaban entre las ramas de la maleza y reptaban sobre sus vientres, aunque estos últimos, al parecer, estaban muy alejados de la inocencia (Génesis dixit)
Después de esta justificada digresión volvemos al asunto que nos ocupa: el atentado que referimos, sobre el joven Abram puesto a pulverizar adornos de mesa a algo así, no aparece en el Génesis, pero hay una breve noticia en Josué (24/2). No obstante, sí que se menciona el incidente en el Midrash, que es una lectura rabínica de la Torá desarrollada por los hebreos durante el exilio de Babilonia.
El establecimiento de Teraj era algo así como lo que hoy en día se conoce como estampería, aunque también se les dice santerías (no confundir con la confesión sincrética practicada en Cuba y otras áreas). En las calles de Barcelona y otras ciudades hay muchos negocios de esta clase, pero el de Teraj se encontraba en Ur de Caldea, bellísima ciudad del Medio Oriente en la que los periódicos venían impresos en caracteres cuneiformes sobre tablas de arcilla.
Antes de seguir desplegando los folios del presente atestado puede ser conveniente que describamos la familia de Teraj y su hijo Abram (luego Abraham) ya que era una estirpe bastante rara. Veamos: el susodicho Teraj descendía directamente de Sem y de Noé, el primer marino de la historia, el mismo al que el Patrón salvó de la Inundación Universal. Teraj engendró tres hijos en su primer matrimonio y luego tuvo otros vástagos con diversas señoras, una de las hijas de semejante prodigalidad se llamaba Sarai (más tarde Sara, ya veremos por qué), de modo que esta chica era media hermana de Abram. La tal Sarai era una buena chica, una señorita tranquila y sencilla, como las que desaprobaba Mari Trini, quizá por eso le gustaba tanto a su hermanastro, que al notar lo rechupetona que estaba decidió beneficiársela. Ahora bien, no os escandalicéis, buenos lectores, tened en cuenta que por esas fechas Sigmund Freud aún estaba sin nacer y, en consecuencia, no podía haber escrito Totem y tabú, libro en el que se habla de la prohibición del incesto, y es que por lo que se sabe hasta el día de hoy no se ha dado el caso de que nonato alguno escribiera un libro (ni siquiera una postal o un e-mail).
Pero retomemos el hilo del prontuario: decíamos que Abram se lo hacía con su hermanastra, de modo que las señoras del barrio le señalaron que eso era un pecado muy gordo, por lo cual debían casarse. Así lo hicieron, en efecto, y un tiempo más tarde Teraj (el padre) decidió abandonar Ur de Caldea (tal vez por no poder pagar las deudas de juego) y en compañía de su hijo Abram, su hija-nuera Sarai, su nieto Lot, y algunos más de la pandilla se las piró hacia la tierra de Canaán, pero no pudo llegar más allá de Harán, y allí el señor Taraj volvió a montar su negocio de ídolos. Fue entonces cuando el Patrón se presentó ante Abram y vino a decirle: «Vete de tu tierra y de tu parentela y de la casa de tu padre a la tierra que te mostraré».
Bueno, ya sabéis qué tierra le mostró, una en la que desde entonces nunca dejó de haber desmadres (pero este es otro tema).
Sin embargo (siempre según la Midrash), el Patrón también le dijo a Abram que hiciera añicos la totalidad de la mercancía que vendía su padre, así que el tipo tomó un bate de béisbol y se dedicó a aporrear los ídolos, dejando al pobre viejo en la más absoluta miseria… ¡cría cuervos!
De paso digamos que esta fechoría tuvo otro resultado igualmente lamentable, ya que las estatuillas paganas eran muy pero que muy bonitas, como por ejemplo la de Adapa, el primer rey de Ur; la de Anat, diosa de la fertilidad y la guerra, de la que según se dice ponía a los varones (y también a algunas mujeres) con tan solo contemplarla; la de Apsu, gobernante de los dioses y de los océanos subterráneos; la de Baal, deidad superior a todas las demás; la de Gilgamesh, que era un dios muy cachas; la de Istar, diosa del amor; la de Marduk; la de Yam; la de Astarté y muchas otras.
Así que bien puede decirse que a Abram se le fue la mano en cuanto a su obediencia al Patrón, pero después se fugó hacia Canaán, donde volvió a poner en práctica otras gamberradas, aunque de eso hablaremos en el próximo episodio.
(Continuará)