Cuando en 1988 le diagnosticaron un cáncer de próstata, Anatole Broyard —conocido por su labor de crítico literario del New York Times— abandonó la redacción de sus memorias y se centró en la narración de su condición de enfermo terminal. De repente descubrió que el tiempo había dejado de ser inocuo para él y que la vida misma tiene un plazo de entrega, como ese libro en el que estaba trabajando y que tuvo que abandonar por culpa de la enfermedad. Se trataba de un relato autobiográfico —Cuando Kafka hacía furor. Memorias del Greenwich Village [1]— en el que contaba sus escarceos amorosos y literarios en el Nueva York de finales de los cuarenta. El libro no se publicó hasta tres años después de su muerte, acaecida en 1990.
Hay un segundo libro en su brevísima bibliografía: el que contiene los últimos escritos de Broyard, mientras se aproximaba a la muerte, y cuyas páginas fueron recogidas, pulidas y llevadas a imprenta por su mujer, Alexandra Broyard, en 1992. El título del libro es Ebrio de enfermedad [2] y en él se recogen las reflexiones del escritor sobre su cáncer, la literatura alrededor de la muerte, las relaciones entre médico y paciente, e incluso las notas de su diario de sus últimos meses de vida. Broyard pensaba que quizá escribiendo sobre su enfermedad conseguiría que el cáncer se acabara marchitando como una rosa entre las páginas de un libro.
Pero hablemos primero de sus incompletas memorias de juventud. Cuando Kafka hacía furor relata el desembarco de Broyard en Greenwich Village, el barrio neoyorquino donde la bohemia y el arte campaban a su aire tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. A su vuelta del ejército, y disimulando su condición de hijo de Nueva Orleans (Broyard era en realidad de raza negra pero tenía apariencia de blanco), se estableció en Greenwich Village y abrió una librería de segunda mano, aprovechando que «la gente había echado de menos los libros durante la guerra y había una sensación de reencuentro con ellos, como cuando vuelven a encontrarse viejos amigos o amantes». En Greenwich Village estaban de moda Kafka, Wallace Stevens, D. H. Lawrence, Balzac o Céline. «Los libros eran nuestro clima, nuestro entorno, nuestra ropa». Para Broyard, los libros fueron el alimento de su vida, la razón de su trabajo, sus mejores amigos.
Anatole Broyard ansiaba ser escritor. Pero no un escritor negro, instalado en la última fila del autobús de la literatura. No deseaba escribir sobre el amor entre negros o los conflictos entre razas diferentes, sino sobre el amor y los conflictos en general. Así pues, disimuló. O pasó de declarar su origen racial, algo que, por ejemplo, solo comunicó a su hija pocos días antes de morir.
Broyard consiguió una beca para la New School for Social Research y se lanzó a una cita a ciegas con la cultura. En aquellos años, en la New School todo parecía posible: desde un curso de psicología social impartido por Erich Fromm a otro sobre estética a cargo de Rudolf Arnheim, conferencias con Max Wertheimer o Karen Horney… Se la conocía como la «Universidad en el Exilio» porque acogía a numerosos profesores (judíos y no judíos) huidos de Hitler que encontraron su lugar en Norteamérica, y lo hicieron criticando al sistema. «Todas las asignaturas se ocupaban de lo que falla —escribe Broyard en su libro—: de lo que falla en el Gobierno, en la familia, en las relaciones personales e interpersonales; lo que fallaba en nuestros sueños, nuestros amores, nuestros trabajos, nuestras ideas y percepciones, nuestra estética; en la propia condición humana». En la New School bullía el sentido crítico, y Broyard lo adoptó como insignia de su vida hasta la hora de su muerte.
«Los jóvenes estudiantes —cuenta en sus memorias— vivíamos en los bares y en los bancos de Washington Square y compartíamos la aventura de intentar ser escritores o pintores, o de empezar a serlo», así como el interés por el sexo y las nuevas formas de convivencia. Fueron los primeros hipsters de la historia. Toda la primera parte de Cuando Kafka hacía furor está dedicada a su relación con Sheri, una pintora desgarbada y lánguida, «que parecía más una obra de arte que una mujer guapa». Sheri, que era una protegida de Anaïs Nin, muestra un comportamiento extraño, por no decir neurótico. Broyard aguanta con ella algunos meses, hasta que decide abandonarla. Las consecuencias de ese abandono pueden leerse en el segundo capítulo de sus memorias (la edición española incluye un breve ensayo de Broyard para la Partisan Review de junio de 1948, titulado precisamente Retrato de un hipster). Cuando Broyard empezó a escribir sus recuerdos de juventud ya llevaba media vida trabajando como crítico literario en el New York Times, y solo pudo concluir un par de capítulos antes de abandonar el proyecto a causa de su enfermedad.
En su otro libro —Ebrio de enfermedad— Broyard se descubre encandilado por el cáncer: «La enfermedad —escribe— es ante todo un drama que debiera ser posible disfrutar a la vez que se padece». Y la manera de disfrutarlo es, a su juicio, recrearlo a través de un relato que nace como reacción natural a la enfermedad.
«La gente sangra relatos, y yo me he convertido en un banco de sangre de relatos». Broyard pretende domar el cáncer con la palabra, someterlo a crítica, ironizar sobre él. Propone enfrentarse a lo más funesto de la vida con estilo y estilete, sin perder nunca la elegancia, la crítica incisiva ni la independencia. De ahí que en cada una de las páginas de su libro desgrane su particular visión de la enfermedad y de la muerte:
Estar enfermo y moribundo es sobre todo y en gran medida una cuestión de estilo […].Yo aconsejaría a cualquier enfermo que desarrolle un estilo o una voz propios para su enfermedad […]. Adoptar un estilo para afrontar la enfermedad es otra manera de recibirla en nuestro propio terreno, de convertirla en un mero personaje, uno más de nuestro relato.
El libro, que apetece leerlo porque jamás abandona la ironía, incluye una narración espléndida de carácter autobiográfico, Lo que dijo la citoscopia, escrita y publicada en 1954, donde Broyard pone voz a la muerte de su padre.
Como apunta Oliver Sacks en el prólogo, «es evidente que la enfermedad no privó a Broyard de su curiosidad ni de sus fuerzas; si acaso, las incrementó, las concentró como nunca. Se sentía rebosante de energía, «ebrio» de su enfermedad, resuelto a afrontarla, a escribir sobre ella, con toda la fuerza de que fuese capaz. Y en estos últimos escritos, que datan de cuando estaba mortalmente enfermo (y lo sabía), aporta fuerza, claridad, ingenio, urgencia, intensidad de sentimiento por los poderes metafóricos y poéticos de la enfermedad, todo lo cual los hace equiparables a lo mejor que se haya escrito sobre esta cuestión, desde Tolstoi hasta Susan Sontag».
Broyard solía decir que, al aproximarse el final, uno debe dejar de sí una buena instantánea. Cuando el mundo te arrebata lo único que tienes, te desnuda y convierte en una marioneta desvencijada, hay que estar muy despierto y entrar en las fauces de la muerte con decisión.
«Que no te lleven a la muerte —advierte Broyard—. ¡Súbete a ella de un salto!».
Así sea.
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1. Anatole Broyard: Cuando Kafka hacía furor. Memorias del Greenwich Village. Ediciones La Uña Rota (Segovia, 2015).
2. Anatole Broyard: Ebrio de enfermedad. Ediciones La Uña Rota (Segovia, 2013).