La Reina Blanca ha acorralado al Rey Negro y está a punto de machacarle con el mate del beso.
Mira por encima del hombro al Rey Blanco, que aguarda un paso más atrás, y confía en que esté preparado para el asalto final: por fin vale para algo este mequetrefe. Aunque ya no hay duda de quién va a ganar la partida, los sacrificios han sido demoledores. Primero, los Peones, con quienes la Reina Blanca gustaba de salir a tomar algo por las noches. Las quejas del Rey Blanco eran incesantes: que si la distraen de su cometido, que si no son una buena influencia, que si ella está muy por encima de esa ralea… Al final, Peones kaput. Después le llegó el turno a los Caballos. El Rey Blanco alegó una alergia irrefrenable que impedía que los animales correteasen por sus cercanías. Así pues, adiós, caballitos. Luego cayó una Torre tras otra: al señorito no le gustaban las vistas desde sus almenas. Lo peor fueron los Alfiles. Amigos de la Reina Blanca de toda la vida, al Rey Blanco le dio por sentirse celoso de ellos. ¡Celoso, si todo el mundo sabe que son pareja! No hubo manera de convencerle y exigió que desaparecieran inmediatamente del tablero. Sí, a la Reina Blanca esta victoria le sabe amarga. Ha perdido tanto, y todo para que este vago que no es capaz de moverse más allá de una casilla cada vez siga apoltronado en su trono de mierda… Es entonces cuando decide intentar una variante del mate del beso.
Con un movimiento de cadera tumba al Rey Blanco, le planta un morreo al estupefacto Rey Negro y abandona el juego sin mirar atrás, dejando al Rey Blanco tirado e incapaz de levantarse solo, vociferando con rabia:
—¡Traición, traición!