Hoy he decidido salir de mi zona de confort y cruzar las vías del tren que separan mi barrio del otro barrio, también periférico, donde se desgasta y disuelve la ciudad. La diferencia está en que, a este lado, además de los descampados y las autopistas, tenemos el cementerio y el antiguo manicomio. Ellos tienen otras cosas. Allí también hay descampados, rondas de seis carriles con coches y motos atronadoras, pasos subterráneos pintarrajeados, estaciones de tren abandonadas y, lo que es más importante, el hospital provincial, sus miles de enfermos y su colosal aparcamiento de tierra dura, sin asfaltar. No obstante, hoy he comprobado que, por lo demás, nuestros barrios son almas gemelas y sus habitantes son como los nuestros: ciudadanos de tercera que se deslizan entre baches hacia el descalabro final.
Así que he dejado de lado el bar de Braulio, la frutería de los pakistaníes y el negocio de uñas y tatuajes de Chin-Lu, y he buscado al otro lado de las vías su equivalente antropológico. Y así ha sido. En cuanto he salvado la pasarela y he alunizado en el otro barrio me he encontrado con idénticos cascotes, montañas de basura, mierdas de perro y hierbajos nutridos de garrapatas. Lo único que el Ayuntamiento ha cuidado en esta zona son los nuevos carriles para bicicletas, que restan terreno a los coches y al peatón, a beneficio de los que se mueven con patinete, que no son muchos. Los árboles de este lado son como los del mío: retorcidos y secos, con esa caspa en las hojas que resulta del exceso de sol, el polvo y la falta de cuidados. ¿Por qué los barrios pobres tienen árboles pobres, pisos pobres y tienduchas para supervivientes?
Al poco de caminar por una presunta calle comercial (alquiler de bicicletas, seguros y reaseguros, pollería Carmen, neumáticos Roselló, bragas y novedades Ascensión, se alquila, se vende, cerrado por reformas…) he dado con el puesto que enarbolan los Testigos de Jehová, dotado de un exhibidor idéntico al que instalan los fines de semana en mi barrio, ofreciendo clases gratuitas de la Biblia, folletos apocalípticos y buenos deseos a través de la sonrisa de sus representantes, una señora y un señor sudamericanos, amables y discretos, que se mantienen impávidos junto a sus carteles de propaganda, a la espera de que algún incauto les pregunte algo y puedan impartir su perorata. Estos pastores de la conciencia ajena sirven su producto a un público que es el mismo a un lado y otro de las vías, porque los de este barrio y los del mío estamos necesitados de las mismas cosas: esperanza, confianza y seguridad.
Me acerco a ellos para comentarles que conozco a sus compañeros del otro lado, a la Matilde y el Maximiliano, con los que a veces comparto un café con leche en el bar de Braulio. Me cuentan que los tienen vistos del culto, pero que no les han tratado personalmente. Cada cual cumple su misión en su barrio, me dicen, cada cual se ocupa del lugar que Dios le ha encomendado. «Somos muchos —apunta en jerga venezolana el caballero de Jehová— y cada vez seremos más. No competimos entre nosotros. Hay mucho terreno donde evangelizar».
Desde luego, le digo. Tanto los de aquí como los de allá estamos a la espera de saber si tendrá fin el sufrimiento, si un meteorito terminará con el mundo y si Dios —que es el origen de la vida y del humano— es también el padre amoroso de los humildes… Así que, si tanto nos quiere, ¿por qué Dios se empeña en quitarnos lo poco que nos ha dado, desheredándonos cada paso? ¿Acabará alguna vez el sufrimiento?, les pregunto a los testigos, aunque la pregunta es retórica. Y les reto a que me lo expliquen. Cuando me lo justifiquéis, les digo, me reconciliaré con Dios y con el destino y puede que, incluso, me eche un garbeo por vuestro culto, de la mano de Matilde y Maximiliano.
Los testigos me miran con ojos llorosos y sonrisa beatífica. Nosotros también sufrimos, parecen decirme, y tampoco entendemos el porqué de algunas cosas.
Concluyo el paseo con una cerveza y una lata de mejillones en Casa Juanjo, que es una taberna equivalente al bar de Braulio, con idénticas mesitas de plástico y los mismos parroquianos apostados en ellas. Esas madres y esas abuelas de pelo estropajoso que hacen tiempo en el bar esperando a sus vástagos al mediodía, ese vendedor del cupón que importuna de mesa en mesa con su retahíla quejumbrosa, el señorito jubilado con pañuelo en el bolsillo superior de la chaqueta y que lee la prensa gratis a cambio de una tacita de poleo, los tres vejestorios que juegan al dominó de buena mañana…, y yo mismo, con mis mejillones y mi caña de cerveza. Definitivamente creo que no hay fin para el sufrimiento humano, ni aquí ni allá.
Apuro la bebida. Pienso que habrá que visitar barrios más pudientes para hallar alguna novedad antropológica digna de estudio.