Abel

Ultramarinos y coloniales


Se llama Abel y trabaja en Torrox, en un chiringuito de la playa. Se ocupa de las tumbonas. Las limpia, las apila, las ofrece a los bañistas, las recoge y las vuelve a limpiar. Trabaja esmeradamente, concienzudamente, con mimo. Sus tumbonas siempre están en perfecto estado de revista. Abel es retrasado.

Gafas de sol y una leve sonrisa en la cara. Abel puede ser simple, tonto si somos malos, pero es guapo como él solo. Tiene esa belleza bondadosa que lucía el joven Mastroianni. Tiene la belleza de los 20 años y un cuerpo perfecto, bronceado, atlético y virgen. Es extremadamente amable, de trato muy dulce, tanto que a un observador poco avisado podría parecerle algo amanerado. No es así, Abel es sencillamente bueno, naturalmente bueno. Siempre te desea que pases un buen día una vez que te ha dejado instalado en la tumbona, protegido del sol por una de esas sombrillas de paja intemporal que dan una sombra que nos transporta a los veranos de los 50, los 60, los 70… A veces incluso te desea ese mismo buen día varias veces. Puede que en su retrasada bondad le parezca poco con hacerlo una vez, como también puede que haya olvidado que ya te ha bendecido con sus buenos deseos. Cuando te ve dirigirte hacia sus tumbonas se acerca solícito, con zancada decidida, pisando largo en la arena ardiente. Uno va día tras día y él apenas te reconoce. La jornada playera siempre empieza con algo de pena por el buen muchacho, tan descompensadamente premiado por la Naturaleza.

Ella se levanta y le pregunta a Abel: «¿Hay algún periódico en el chiringuito?». Él no entiende la pregunta. Se la repite de otra manera, más prolija, más fácil de entender, dando todas las pistas para ser comprendida. La respuesta es lenta y negativa. Es un no compungido por no haber podido satisfacer a un cliente, pero también es un no algo asombrado por una petición extravagante, fuera de lo habitual, única en su género. No en vano, estamos en la Costa del Sol. En varios kilómetros a la redonda no hay ni un triste kiosco de prensa. Toallas, colchonetas, gafas de bucear, postales, cremas, helados, chucherías… ese es el material que llena los kioscos. La letra escrita sobra, solo sirve como elemento para reconocer el tipo de polo que se quiere, crocanti o con relleno de fresa. Eso sí que lo entiende todo el mundo, incluido Abel, tan guapo y tan retrasado, que solo difiere del resto en su refinada amabilidad.


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