A las lagartijas les gusta el sol

No eres uno de los nuestros


Era de noche cuando el tren abandonó la estación en dirección a París. Sentado junto a la ventana, mi cabeza era un vals de palabras, aunque una frase había tomado el mando y dirigía el compás: «No eres uno de los nuestros».

Fue hace más de treinta años. Acababa de cumplir los dieciocho. Por aquel entonces, yo me centraba en terminar mis estudios. Nada que ver con los chavales del barrio en el que vivía, que se reunían en pandilla y llevaban locas a todas las chicas.

Una mañana lluviosa de abril pasé por la calle que no debía, en el momento más inoportuno para uno de esos chicos. Yo volvía del instituto. No llevaba paraguas. Me subí la capucha de la chaqueta y aceleré el paso. Al llegar a uno de los callejones que bordeaban la plaza en la que vivía, escuché unos gritos. Al principio creí que era una riña entre varios gatos. Iba a olvidarme del asunto, hasta que reconocí la voz de uno de los pandilleros, el que estaba llorando. No quería entrar en sus guerras, pero lo cierto es que la pelea no era justa: tres tipos con botas militares, pelo rapado, cruces antisemitas tatuadas en el brazo, y rabia como para llenar medio estadio del Bernabéu, contra uno, algo menos inflado y con las costillas reventadas. Resoplé y me adentré en la oscuridad de la calle. El gorila que tenía el pelo del chaval entre sus dedos se giró y su mirada afilada me dejó claro que aquel no era mi sitio.

—¿Qué coño crees que haces aquí, lagartija? —El reptil al que se dirigió era yo.

—Pues supongo que nada, pero ya que estoy aquí, intentar nivelar la balanza.

Dejé la mochila en el suelo y me arremangué la chaqueta. Mis puños no eran demasiado amenazantes, pero sirvió para que dejaran de prestar atención al chico un momento, justo el tiempo necesario para que este se revolviera y cogiera una barra de acero del suelo. Lo que pasó después me pilló por sorpresa. El chaval se acercó a mí concentrando todas sus fuerzas en el arma que sostenía entre las manos y me dio un fuerte golpe en las piernas.

—¡Lárgate de aquí! ¡No eres uno de los nuestros!

Caí al suelo en medio de un charco de agua, apenas unos segundos antes de que los que estaban pegándole a él me dieran una patada en la espinilla, que me hubiera dejado cojo de por vida. Con los ojos inyectados en sangre y el labio partido, el chaval volvió a dirigirse a mí.

—¿Estás sordo? ¡Lárgate de aquí, lagartija!

Sin pedir explicaciones, me levanté, recogí mi mochila y desanduve mis pasos a toda prisa. Cuando estaba en zona segura, me giré. El chico había soltado la barra. Los otros tres se habían vuelto a concentrar en su presa y continuaron pegándole con saña.

Llegué calado hasta los huesos a mi casa, dolorido y con mil preguntas en la cabeza. Me desnudé y abrí el grifo de la ducha. Con el agua resbalando por mi cabeza, me acordé de algo. Días atrás había recibido una oferta para estudiar en París mis estudios superiores. Iba firmada por el director del colegio y, justo antes de la firma, había una nota: «Estamos deseando que se una a nuestra institución y que se convierta en uno de los nuestros».

Entonces comprendí lo que había pasado en el callejón. Aquel chico estaba pasando por algún tipo de iniciación de bandas y ser golpeado por aquellos tipos era uno de los requisitos. Vomitar siempre me ha parecido de gente de poca clase, pero fue la única vez que no pude evitarlo.

Dos meses después, de camino a mi nueva vida en Francia, un hombre entró en mi compartimento. Iba bien vestido, sombrero de ala ancha, gabardina y gafas de sol. Se sentó enfrente y dejó su pequeña maleta a los pies. Se presentó como Senior y me dijo que pertenecía a una organización que buscaba talentos por todo el mundo. Me aseguró que ellos habían intercedido para que consiguiera plaza en aquel colegio francés. También me confesó que, la mañana de la lluvia, gente de su empresa me estaba vigilando y vieron lo que había hecho.

—Llevamos tiempo observándote. Nos gusta tu saber estar y tu valentía, chico —me dijo—. Pero eso no basta.

Me entregó una tarjeta con una hora marcada y una dirección en París, y se levantó sin recoger la maleta.

—Si quieres viajar a los lugares más recónditos del mundo, tener todo cuanto has deseado y disfrutas haciendo justicia, acude a ese restaurante mañana. 

—¿Es una broma? —pregunté alzando una ceja.

—En esa maleta tienes la información que necesitas. Si la abres estarás aceptando ser uno de nosotros. No la abras si no estás seguro, o no volverás a ver la luz del sol.

Se despidió de mí con un toque en el sombrero y salió del compartimento. En aquel momento no lo sabía, pero ese desconocido se convertiría en mi maestro, y aquellos chicos en mi primer encargo. 

Consejo número cinco: Puedes cortarle la cola a una lagartija, pero esta le volverá a salir. No desperdicies tu tiempo machacando reptiles, disfruta del sol con ellos.