Llegamos finalmente delante de una casa de vecinos de un barrio de Lyon. No muy alta: dos o tres pisos. La mujer, Simone Lagrange, señala a su interlocutor una ventana:
– Ahí vivíamos nosotros. En ese otro piso vivía Madame Bontout…
Por otra ventana, de otro piso, aparece una señora diciendo a Simone Lagrange que su cara le suena. Ésta le contesta afirmando ser hija de los Lagrange y señalando que, efectivamente, vivió ahí hace tiempo con sus padres.
– ¡Uy! ¡Hace mucho de eso! Sus padres ya murieron, ¿no? Casi ni me acuerdo…
– Sí, así es – contesta Mme Lagrange, quien pasa a relatar unos hechos, de bastantes años atrás, que condujeron a toda su familia a un campo de concentración, donde murieron todos excepto ella.
Los de la Gestapo subieron aquella noche hasta su piso. Les hicieron abandonar todo y descender a la calle para llevárselos. Aprovechando la confusión de la bajada por la estrecha escalera, Madame Bontout apartó con su brazo a la pequeña Simone, intentando salvarla ocultándola con su cuerpo y conduciéndola hacia su casa, pero un gorila de la Gestapo que bajaba tras la niña vio la maniobra, y Madame Bontout se ganó un culatazo de Mauser, que la dejó por el suelo. La otra vecina, en cambio, esa a la que ahora la visitante le ha despertado curiosidad, se apresuró a entrar y cerrar tras de sí, con cerrojo, la puerta de su casa.
Discretamente, la vecina ha dejado ya de curiosear por la ventana, y se ha adentrado en su piso.
Esta es aproximadamente, en el recuerdo, la escena final de las más de cuatro horas de Hotel Terminus (1988). A su realizador, Marcel Ophuls, quien ya largó otro extraordinario y punzante macro-documental con Le chagrin et la pieté (1969), es a quien le explica todo eso Simone Lagrange delante de su antigua casa. En las cuatro horas previas hemos sabido bastantes cosas sobre Klaus Barbie, «el carnicero de Lyon», pero también de otras poco conocidas peripecias posteriores a la Segunda Guerra Mundial, como la bochornosa ruta de las ratas, una poco edificante «agencia de viajes» que funcionaba con etapa vaticana incluida.
Tras ese conmovedor relato queda oscura la pantalla y entonces surge la dedicatoria del film. Marcel Ophuls le dedica su película a Madame Bontout y, en general, «a los buenos vecinos». Hemos aguantado previamente las declaraciones de gente que deja a las claras el poco trigo limpio que queda por ahí tras algo tan atroz como una guerra, incluso en los entornos mejor reputados. También hemos aguantado saber de las auténticas barbaries cometidas. Pero es justo ante este pequeño, modesto reconocimiento -frase mediante- a la buena de Madame Bontout y a su gesto humanitario, seguramente irreflexivo, protegiendo a la niña Simone, cuando un fluido te presiona con fuerza justo por el interior, parte trasera, de los ojos.