Hegel a medias

Casa de citas

 

Hubo un tiempo en que los libros de texto contenían más información de la que podíamos asimilar. Eran los tiempos del bachillerato elemental de los sesenta, cuando había un montón de asignaturas y un libro para cada una de ellas. Anteriormente, en la escuela primaria, estudiábamos la Enciclopedia Álvarez, que condensaba todo el saber de la humanidad. En aquel único libro aprendíamos lo indispensable para seguir aprendiendo. Clasificación de las líneas: rectas, curvas, quebradas y mixtas. Punto. Ahí estaba todo lo que se podía decir sobre las líneas.  Incluso el catecismo de primer grado contenía los dogmas fundamentales, versión preguntas y respuestas, que un chaval de nueve años podía memorizar. Pero luego, cuando entrábamos en el instituto, los dogmas se complicaban. El catecismo de segundo grado (y no digamos ya el de grado superior) no había forma de memorizarlo. Cualquier dogma se deshacía en matices que solo un teólogo podía dirimir. Esa dimensión insondable del saber teológico nos llevó a la certeza de que nuestra formación siempre quedaría incompleta.

En los libros de geografía se explicaba el relieve, los ríos, la economía, el comercio, la población y los recursos de todos los países del planeta. Recuerdo que cuando terminé el segundo curso de bachillerato, con doce años, me sentí culpable por no haber aprendido nada sobre África, América del Sur ni Oceanía. La profesora no había tenido tiempo de ir  más allá de la mitad del libro. Ninguna información sobre el resto. Aquel verano empecé a estudiar como un loco todo lo que en el instituto había quedado a medias, pero la esperanza de conjurar mi ignorancia duró muy poco. En tercero de bachillerato, el profesor de historia no pasó de la Revolución Francesa y nos dejó inermes frente a los sucesos más próximos. En ciencias naturales no se habló de geología, y en lengua española nadie explicó las oraciones subordinadas de relativo. ¿Qué aprendimos en la clase de francés? Un tercio del libro de cada curso. ¿Y en Formación del Espíritu Nacional? Jamás acabamos los principios fundamentales del Movimiento.

Esa sensación de quedarnos a medias continuó en la Escuela de Magisterio y, más tarde, en la Universidad. En las asignaturas de Pedagogía, Historia de la Educación, Organización Escolar, Psicología de la Educación y tantas otras, comprábamos el libro, tomábamos apuntes y aprobábamos los exámenes sin apenas haber aprendido nada. Y eso cuando había suerte. A veces los profesores se empantanaban en lo que ellos llamaban «su especialidad» y ahondaban en temas específicos, dejándonos huérfanos de cualquier otro aprendizaje.

En la Universidad de Barcelona, estudiando Filosofía en régimen nocturno, hubo un profesor que se limitó a dictarnos los apuntes amarillentos que él mismo había tomado de boca de su maestro, no sé cuántos años antes. Anotábamos a medias. También nos mandó comprar la Filosofía del ser, de Raeymaeker, libro que permanece incólume en mi biblioteca. Por su parte, el profesor de Filosofía Medieval se limitó a explicarnos el argumento de san Anselmo y la primera de las pruebas de santo Tomás. ¡Ni tan siquiera llegó a demostrar de manera definitiva la existencia de Dios! Quizá no pudo hacerlo porque el curso duró menos de lo habitual. Fue aquel año en que el ministro Julio Rodríguez concibió que el curso universitario debía empezar en enero y acabar en noviembre. Un delirio que no tuvo continuidad. Yo fui una de sus víctimas, y si no aproveché aquellos meses sin clase para hacer algo más (salir al extranjero, por ejemplo) fue porque trabajaba durante el día y no tenía un duro para gastar en caprichos.

Al margen del calendario juliano, los alumnos de nocturno íbamos dejándolo todo a mitad. No recuerdo ninguna asignatura donde se nos brindara completo el programa del curso. En Filosofía Moderna nos quedamos aparcados en Hume; en Filosofía de la Naturaleza no superamos el mundo griego. De ahí que nadie me explicara nunca la filosofía de Hegel, ni bien, ni mal, ni a medias. Nada. Me licencié en filosofía sin haber leído a Hegel, sin haberlo estudiado ni comprendido. Cuando intenté abordarlo sin ayuda, sus Lecciones sobre la filosofía de la historia  se me cayeron de las manos. ¡No hablemos ya de la Fenomenología del espíritu! Conocí a Hegel a través de sus adversarios: Schopenhauer, Kierkegaard, los existencialistas. Aprendí a odiarlo sin fundamento, empantanado en la orilla contraria.

Llegué a las oposiciones de instituto sin haber leído a Hegel y las aprobé sin que nadie me preguntara por él. Casualidad y suerte. Hay mucho profesor de filosofía que no ha leído a Hegel, ni siquiera a Kant. Debe ser algo parecido a quien profesa la literatura castellana y no ha leído El Quijote. Puede hacerse. No es difícil fingir que se sabe de lo que se habla. Tuve un compañero de profesión que, cuando sonaba el timbre para ir a clase, suspiraba con resignación: «¡Me voy a fingir!» Y él fingía en Física. Lo cierto es que cuando se imparte Historia de la Filosofía (un temario que abarca desde nuestros primeros padres a las últimas tendencias contemporáneas) es difícil acabar la asignatura. Por eso, si en Navidad todavía no has superado el helenismo, es prácticamente seguro que no llegarás a Hegel. Lo normal es acabar el curso en Kant y ahorrarte el idealismo alemán. Quizá esa estrategia no sea sino una muestra de la «astucia de la razón», encarnada en un profesor de filosofía de tres al cuarto que finge saber lo que ignora.

Poco después de licenciarme acudí a mi primer Congreso de Filósofos Jóvenes, en Madrid, donde trabé amistad con una encantadora profesora de Gijón que me acompañó, con provecho para ambos, durante aquellas jornadas. Recuerdo una ponencia del doctor Carlos Díaz, a la sazón catedrático de no sé qué de la universidad de no sé dónde, en la cual, aludiendo a la frase que podía leerse en la Academia platónica («Nadie que no sepa geometría entre en esta Academia») se le ocurrió proferir que «Nadie que no haya leído a Hegel permanezca en la sala». Mi amiga de Gijón y yo nos miramos y, conscientes de nuestra ignorancia, nos levantamos del asiento y salimos del Aula Magna. Era evidente que no merecíamos estar allí.

Deambulamos un rato por los pasillos de la facultad buscando el despacho de aquel profesor que nos había excluido de su conferencia. Teníamos la sana intención de profanarlo. Encontramos el despacho, pero estaba cerrado a cal y canto. Así que emigramos a la cafetería de la facultad para pasar el rato amartelados en el rincón más oscuro del local, criticando a nuestros profesores y preparando un encuentro posterior (¿en tu pensión o en la mía?) para concluir, esta vez sí, lo que nos habíamos propuesto.

Desde entonces (hace más de treinta y cinco años) Hegel permanece inconcluso en mi formación. ¡Y no ha pasado nada! ¡Larga vida a la ignorancia!