De pequeño siempre me fascinó este cuento de Dickens.
No recuerdo bien la editorial cuando lo leí por primera vez, allá por los años 60, pero era un libro de esos ilustrados, mitad novela, mitad «tebeo», con profusión de dibujos en blanco y negro, con esos interiores lóbregos y la luz trémula de las velas proyectando en las paredes sombras misteriosas, lo que daba al relato un aire frío e inquietante, muy acorde con la noche de pesadilla que iba a vivir su principal protagonista, que no era otro que un viejo avaro, Ebenezer Scrooge. Un personaje inolvidable, antipático, mezquino y tacaño hasta consigo mismo. Bien me acuerdo de él.
El cuento apareció en 1843. La época era la Inglaterra victoriana, en plena revolución industrial. Por el relato desfilaba todo un elenco de individuos de clase modesta. Muchos de ellos apenas disponían de unos cuantos chelines para comprarse algo de abrigo en esa fría Navidad. Gentes humildes que, sin embargo, a su modo, eran felices con poco; mientras que el avaro no disfrutaba con nada, ni siquiera esos días de fiesta.
Mr Scrooge no era un hombre simpático, pero tenía cierto atractivo. Pronto se convirtió para mí en un símbolo de la Navidad, como el pavo o el turrón duro.
Cuando leí el fantasmagórico cuento del señor Dickens, me fascinó enseguida el viejo avaro, siempre tan huraño y misántropo, con ese encanto que suelen tener los que reman contracorriente y su comportamiento es políticamente incorrecto, hasta que se obró el milagro de la Navidad y el viejo tacaño, tras recibir las visitas de tres fantasmas durante la noche, se reconvirtió en un vejete espléndido, humanitario y risueño. ¡Pedazo de milagro, oiga! Ya me gustaría que muchos banqueros y políticos sin escrúpulos sufrieran una transformación de esta naturaleza, así, de la noche a la mañana. Pero ya sabemos que aquello era solo un cuento y que la realidad es mucho más dura y enrevesada.
En estos días de celebración, en que los familiares se reúnen, el consumismo se dispara, las felicitaciones inundan las redes sociales y hay un exceso de buen rollo y de mazapanes, viene al pelo una expresión del señor Ebenezer Scrooge, cuando era un tipo cascarrabias.
– ¿Navidad? ¡Bah, paparruchas!